“avanzaba, y avanzaba impunemente”
Ilya G. Ehrenburg

Estos días me ha salido al paso la imagen de Danuta Danielsson, conocida como “la mujer del bolso” desde que, muy a su pesar, se hiciera famosa al ser retratada cuando golpeaba con su bolso a un neonazi. La fotografía, realizada por Hans Runesson en la ciudad sueca de Växjö el 13 de abril de 1985, muestra a una mujer de 38 años exteriorizando su hostilidad durante una manifestación de ultraderechistas del Partido del Reich Nórdico.

Desde entonces para acá los mapas se han teñido de esvásticas y “aguiluchos”. La lista es cada vez más larga y, hasta ahora siempre marca la misma tendencia creciente. Hay países en los que la ultraderecha directamente ha ocupado el poder -por supuesto con métodos democráticos- y hay otros en los que aún no lo ha logrado todavía, pero en los que sí condiciona ya la agenda política. De cualquier modo, es evidente que más allá de las particularidades nacionales hay una dinámica global, un ambiente apropiado, que ha favorecido la proliferación de incubadoras para los huevos de serpiente que nos están eclosionando como bombas de fragmentación.

Parece claro que los movimientos políticos de extrema derecha se nutren de la frustración social ante un deterioro en las condiciones de vida, y frente al cual los gobiernos y los grandes partidos no han opuesto respuestas útiles sino que han empeorado la situación: privatizaciones al servicio del capital financiero, recortes de los servicios públicos y de la protección social, represión… El éxito de la ultraderecha se basa en que, conforme a un criterio maniqueo y esquemático, identifican a los culpables de los problemas, a quienes señalan como enemigos, y proponen soluciones fáciles de decir y de mejor aún escuchar. Habitualmente, apuntan contra otros países y contra comunidades inmigrantes o culturalmente diferentes, y prometen un idílico reencuentro con la identidad nacional perdida. ¡Para qué más!

Obviamente, el nazismo es el arquetipo. El resentimiento era generalizado en la Alemania de los años 20 y 30, que sufría las duras restricciones impuestas por las potencias que la habían derrotado en la Primera Guerra Mundial, y que padeció al mismo tiempo una de las peores hiperinflaciones de la historia. Hitler cimentó su proyecto en la propagación del odio a los judíos y a todos los que amenazaban la pureza racial, y en la necesidad de restituir el orgullo nacional. Y ahí andamos ahora, tan familiarizados con ese entorno siniestro que ya forma parte de nuestro hábitat natural, de nuestro día a día. La ultraderecha hace tiempo que dejó atrás la planta de neonatos, sus criaturas no precisan de la noche para desenvolverse, sencillamente, se saben tendencia.

‘El Ministerio de la Verdad y Ucrania’, un riguroso trabajo de José Manzaneda, incorpora el siguiente párrafo: La loable solidaridad con la población refugiada de Ucrania pasa, una y otra vez, por un filtro de racismo clasista. Una periodista de NBC: «Estos no son refugiados de Siria, son de nuestra vecina Ucrania. Son cristianos. Son blancos. Se parecen mucho a nosotros». Un reportero de CBS: “Este no es un lugar, con todo respeto, como Irak o Afganistán, que tiene conflictos hace décadas, este es un país relativamente civilizado y europeo”. Un entrevistado por BBC: “Es gente europea con ojos azules y pelo rubio que está siendo asesinada”. Un testimonio en La Sexta: “No son los niños que estamos acostumbrados a ver en televisión, sino niños con los ojos azules y eso es muy importante”. ¡Esta es la pedagogía!

Volviendo a la imagen de partida. Danuta Danielsson, la judía de origen polaco convertida en símbolo de resistencia frente a la ultraderecha, era hija de una mujer que sobrevivió a la experiencia de Auschwitz durante la segunda guerra mundial. Al final, entre el tenebroso pasado, el clamor suscitado por la fotografía, unido a la ansiedad y depresión que sufría Danielsson, todo ello provocó que se aislase en su casa y acabase suicidándose en 1988.

El neonazi golpeado, Seppo Seluska, aquel mismo año sería juzgado y condenado por torturar y asesinar a un judío homosexual. Así, la que sería elegida imagen del año, junto a valores artísticos y simbólicos, incorporaba también la capacidad de suscitar contradicciones y desvelar zonas oscuras, pues la fotografía no se libró de ser culpada por fomentar la violencia contra “manifestantes inocentes”.

Aquellos fueron los polvos…