Carcoma
Layla MartínezEditorial Amor de Madre, 2021

Carcoma, la primera novela de Layla Martínez que por suerte para todos tuvo a bien publicar la editorial Amor de Madre el año pasado, es la historia de cuatro generaciones de mujeres en una misma casa. Quiero decir, la historia de esas cuatro mujeres y la historia de la casa en la que viven, o sea, dos historias que son en realidad una única historia, porque, a fin de cuentas, ¿qué es una casa sino la narración de quienes la habitaron y la habitan? Es más, ¿qué es una casa sino las condiciones que en primera y última instancia la hicieron posible? Sí, eso: la historia de quienes pusieron su primer pilar, pero, sobre todo, la historia de aquellos cuyo sobretrabajo -jamás exento de violencia, claro- produjo el beneficio necesario (el dinero) para erigir ese primer pilar. La historia de la sangre, que es siempre historia del dolor, de vencidos y vencedores.

Las vigas, las paredes, los cajones, las puertas, las cortinas, las baldosas, las ollas, las sillas, los cubiertos, los techos de la casa de pueblo protagonista de Carcoma se retuercen, rugen e incluso hablan: se hacen presentes. “Hola, estamos aquí”, parecen decirnos, “existimos”. Existen, sí, en efecto, como existen los fantasmas, los santos y los santitos, la tradición, las maldiciones y las supersticiones, la muerte y el odio, esa carcoma que nos corroe por dentro y que hay que sacar, que hay que exorcizar porque nos mata, porque ya no más, porque la fosa cavada lentamente con una cucharilla tiene que terminar, es demasiado ancha y profunda. Igual de ancho y profundo que es aquello que no se ve -porque no lo miramos-, pero forma parte de nosotros, aquello que nos atraviesa y nos construye, aquello que nos hace ser lo que somos y aguantar lo que aguantamos, herirnos como nos herimos, cada día un poquito más, ras, ras, ras, ras. Pero a unos más que otros, por supuesto, porque, ay, no somos iguales. Unos tienen y pueden. Otros no. Y ras, ras, ras, ras la cucharilla sigue cavando.

Lo que hace Layla Martínez en Carcoma es sencillamente brillante. Lo creo de verdad. Y es que haciendo acopio de todos y cada uno de los códigos del género de terror (porque eso es Carcoma, una novela de terror), consigue ir más allá, contarnos otra cosa. La autora aprovecha las virtudes de un género devaluado, a pesar de ser tan popular y a todas luces potente, para romper las expectativas del lector y asomarlo al abismo de la violencia de género estructural, que es también violencia de clase, y viceversa. La casa donde viven abuela y nieta da mucho miedo, es verdad, pero es que el verdadero terror no está dentro de ella, sino fuera: en la tierra, el fango y los zarzales que la rodean, en las cuevas, el cementerio y los caminos, en el pariente y el vecino, en el pasado y el presente. Pero, por otro lado, ¿cómo no va a dar miedo una casa construida sobre cuerpos de mujeres maltratados? ¿Cómo no van a chillar esas paredes de hormigón? La casa de la novela es de todo menos un refugio, no puede serlo; es la fuente del dolor y de la rabia que carcome a las mujeres que han sido encerradas en ella, el lugar donde la violencia queda soterrada y se hace invisible como esa mugre a la que, por indeleble, simple y llanamente dejamos de considerar mugre.

Hago esfuerzos por condensar en tan reducido espacio la potencia de una novela como esta, atravesada de principio a fin por un rencor, un odio y una sed de venganza que se transmite de generación en generación como se transmiten los traumas, los retratos en banco y negro y las cicatrices sobre la piel. Los fantasmas siguen aquí porque el pasado no está cerrado, porque los desaparecidos siguen desaparecidos y las desigualdades siguen siendo lo que son: desigualdades. En Carcoma no hay reconciliación (¿cómo va a haberla?). Tampoco revictimización (¡hurra!) ni restitución de ninguna normalidad (pero ¿de qué normalidad estamos hablando?). En Carcoma hay supervivencia. Y orgullo de clase, mucho orgullo.