Será que me estoy haciendo mayor, pero, definitivamente, no me gusta este mundo que estamos construyendo. Me molestan profundamente los anuncios de cerveza que igualan la ingesta de la bebida con la libertad, el exagerado culto al cuerpo, los abundantes tatuajes sin sentido, las barbas recortadas o la cabellera dibujada con hábiles filigranas cuya elaboración resta tanto tiempo al que tendría que ocupar la reflexión.

Detesto las canciones que sólo hablan de amores particulares con palabras de rima fácil, sin ir más allá del te quiero, me quieres, me dejó, me dejaste. Me resulta difícil reconocer diferencias entre uno y otro intérprete. Las modernas tecnologías hacen tener voz a quien carece de ésta, arreglan desafines, impostan tonos corales mecánica y artificialmente. Con excesiva frecuencia importa poco la emoción que cause la música, sólo si será pegadiza, si se venderá bien o no.

Abundan las películas que no atienden al clásico planteamiento, nudo y desenlace. Ausentes de historia, simplemente plasman una situación sin quedarse a ninguna carta, sin tomar partido, despojando de su carácter didáctico a ese excelente vehículo de comunicación y pensamiento que es el cine, El necesario mensaje se esfuma entre inverosímiles movimientos de cámara y deslumbrantes efectos digitales.

Demasiada literatura recreando universos irreales y tramas pretendidamente históricas, a través de personajes arquetípicos con nombres imposibles de pronunciar que, a lo largo de una exagerada cantidad de páginas y adjetivos, concurren en situaciones manidas y previsibles, como si su función ya no fuera el transportar al lector al mundo del placer que da el conocimiento, sino simplemente hacerle pasar un buen rato mientras viaja a bordo del tren o el autobús de su casa al trabajo.

Lo mismo sucede con la pintura que no refleja la suciedad de los poderosos plasmada en la expresión de sus modelos. Le basta con decorar. Igual que muchos arquitectos se contentan con rematar sus obras con algún elemento reconocible. No pretenden mejorar la vida de quienes van a disfrutar sus construcciones, sino que éstos puedan fotografiarse junto a éstas o, si se trata de viviendas, poder decir: “vivo en las casas azules en donde hay una inservible cornisa roja en el tejado”, para que no se pierdan los posibles invitados.

Creíamos que los avances técnicos harían de nuestro mundo un espacio ancho y libre y, sin embargo, lo hemos hecho pequeño y dependiente. Nada existe si no aparece en una pantalla, ya sea la del teléfono móvil o cualquier otra que esté a nuestro alcance. No viajamos si no compartimos fotografías; en el restaurante no comemos hasta captar la imagen de lo que vamos a ingerir; la fiesta no es tal si no mostramos por las redes sociales el rostro sudoroso y sonriente ligeramente desencajado por el alcohol.

Insisto, tal vez sea porque me estoy haciendo mayor. No quiero decir que cualquier tiempo pasado fuera mejor o que recuerde con nostalgia los años vividos. Tampoco que así sean todos los comportamientos ni todas las obras. ¡Por supuesto que hay quienes siguen haciendo de la dignidad su única bandera!

Pero a veces parece que hemos renunciado a los sueños de libertad y fraternidad, a lograr un mundo más justo e igualitario, como si nos hubiéramos conformado con la derrota sin pensar en que perder batallas no significa que estemos vencidos.

No basta con hacer click en el botón de nuestros aparatos para solucionar los problemas. Es la lucha diaria lo único que derriba muros.

Con tatuajes o sin ellos, ¡seamos realistas, pidamos lo imposible!