Creo que ya lo he contado en alguna ocasión, pero como la edad me permite repetirme, no tengo reparos en volver a hacerlo. De pequeño me pasaba las horas escuchando dos discos de cuentos que mi padre había traído de Argentina junto a un primitivo “pick -up”. Uno era el de la Cenicienta, que, de ahí, de las ordenes de las hermanastras, creo yo que me nació a mí la conciencia de clase y el antiautoritarismo. El otro, contenía una selección de fábulas de entre las cuales había una que me impresionaba sobremanera. Trataba de unos conejos que escuchaban desde la puerta de su madriguera el ladrido de unos perros de caza, pero los muy tontos, en vez de correr a ponerse a salvo, se enzarzaban en una discusión sobre si la jauría estaba compuesta por galgos o por podencos.

A mí me inquietaba la solemne estupidez de los conejos argumentando, “¡son galgos!”, “¡no que son podencos!”, mientras el sonido de los canes se hacía cada vez más fuerte hasta adueñarse de todo lo que salía por el pequeño altavoz. Tras el silencio, que hacía prever el trágico final de los polémicos animalillos, se escuchaba la profunda voz del narrador que sentenciaba: “Galgos, podencos… ¡qué más daba!”. En fin, el caso es que siempre que acababa el disco yo me quedaba angustiado imaginando a los conejos triturados en las fauces de galgos, podencos o qué más daba.

Cuento esto porque cada vez que los diferentes grupos de izquierda se enzarzan en polémicas que dificultan la necesaria unidad, no puedo dejar de pensar en los afilados colmillos que nos acechan, porque, ¡a ver si nos enteramos de una puñetera vez!, lo que tenemos enfrente, por mucho que se le adorne con tibiezas del tipo, conservadores, liberales, centroderecha o ultraderecha, se llama fascismo. Puede mostrar una cara más o menos contundente, pero su fin es el mismo: el imperio del capital caiga quien caiga. Para todos ellos la Humanidad no es sino pura mercancía y como tal, fácil de manipular.

Hace tiempo que venimos perdiendo la batalla de la comunicación. Nos dejamos arrebatar el control de los medios masivos de información, incluidos los públicos, en aras de aumentos de salarios y mejores condiciones laborales y cuando nos hemos querido dar cuenta, el mensaje crítico ha terminado por sucumbir ante el beneficio empresarial. La noticia lo es si vende y lo que más vende no es la razón, sino el espectáculo. Quedan loables esfuerzos por recuperar espacios, otros que nacen con el apoyo de las nuevas tecnologías, pero no son suficientes. A menudo la audiencia se reduce a quienes ya están de acuerdo con sus planteamientos y el resto, los desinformados, los que aceptan como ciertas las diatribas y libelos que siguen al dictado las órdenes de sus dueños, quedan a merced de las mentiras y descalificaciones.

Por eso, y a pesar que la discusión siempre ha sido la base sobre la que construir el pensamiento de la izquierda, hay que ser doblemente cuidadosos. Tenemos que ser conscientes que, cada vez que los dirigentes de las organizaciones progresistas recurren a escuetos mensajes en twitter u otras redes sociales para mostrar sus discrepancias, siempre habrá quien se frote las manos, dispuesto a alterar la esencia del discurso. Lo vemos cada vez que hay diferencias de criterio en este gobierno de coalición. Es fácil apelar a la supuesta confianza que inspira el pensamiento único si no se la contraataca recordando a dónde nos conduce éste. Los logros incuestionables que se han conseguido, desaparecen del imaginario colectivo cuando los enfrentan al fantasma del caos, aunque sea mentira.

Pero, sobre todo, hay que bajar a la calle, hablar con quien no comparte nuestras ideas, mezclarse, mancharse, frecuentar tabernas y no cafetines de seguidores. Ponerse en la piel del trabajador que idolatra a su patrón, del pequeño emprendedor que equipara sus problemas con los del rey Midas. Olvidarnos de si son galgos o podencos quienes ponen en peligro nuestras vidas y enfrentarnos juntos al enemigo.

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