Después de seis meses sin vernos, mi hija pequeña finalmente consiguió dos días libres en el trabajo y pudo venir a visitarme a este rincón del Mediterráneo que habito. Tenía derecho a éstos, pero el asunto no había sido fácil. Su contrato, como el de tantos jóvenes, pende de un hilo y el temor a que éste se rompa condiciona su día a día. No es que esté realizando el sueño de su vida, pero el pago del alquiler, la comida por las nubes y la aportación a sus estudios, la frenan a la hora de reivindicar sus derechos. Más aún cuando la empresa premia, no solo el compromiso de los trabajadores en el logro de beneficios, sino, sobre todo, su silencio. Lo precario sucumbe ante los cantos de sirena con los que engatusar al personal que, de alguna manera, acaban por convencerse que el negocio también es suyo. Algo así como si formaran parte de una gran familia en la que el patriarca, como no podía ser de otra forma, engulle los mejores platos y ellos, las sobras. Mejor eso que nada y así aceptan enrevesados conceptos o pluses extravagantes en sus nóminas, que al empresario le rebajan impuestos y a ellos, el futuro.
De amanecida la acerqué a la estación de una población cercana para que cogiera el tren hasta Madrid, a donde llegaría justo a tiempo de emprender una nueva jornada laboral. Me sorprendió la cantidad de personas de claro origen magrebí y subsahariano en los alrededores intentando arrancarse a saltitos el frío de la madrugada. Pensé que, dada la economía del lugar, preferentemente agrícola, estarían esperando el autobús que los llevara a alguna zona de cultivo, pero cuando, tras dejar a mi hija, tuve que detenerme a pocos metros de la estación para contestar una llamada telefónica, de repente me vi rodeado por un gran número de éstas golpeándome la ventanilla, preguntando si buscaba gente para trabajar. La memoria me trajo la imagen que ya creía desaparecida, cuando, años atrás, el capataz del latifundio elegía a dedo quién iba a ganarse el sustento ese día y quién no. En pleno siglo XXI, en el seno de un país como el nuestro, se repetía la desagradable visión del mercado de esclavos. Quienes, con suerte, iban a cobrar una miseria tras largas horas agachados sobre el suelo, ya no eran españoles, pero los empresarios, sí. Incluso, seguramente, lucirían la bandera rojigualda en la muñeca o, tal vez, ondeara orgullosa en lo alto de sus tractores.
Antes de llegar a mi casa, paré en el supermercado de una conocida cadena. Normalmente intento abastecerme en comercios pequeños o directamente del productor, pero la comodidad me sedujo. Acostumbrado a precios más asequibles, normales diría yo, los tomates parecían estar hechos de oro; las patatas, perlas; los limones, que abundan en mi tierra, casi diamantes. Y sin embargo conozco lo que se paga al agricultor. Lo mismo o a veces menos de lo que recibían antes de la guerra de Ucrania, la situación inflacionaria o cualquier otro pretexto bajo el que camuflar las ganancias desorbitadas, rayando lo obsceno, de los grandes grupos empresariales que controlan la cadena alimentaria.
En el buzón encuentro la factura de la luz y junto a ésta, la del agua. Me preguntó en qué momento he construido un lago artificial o instalado una luminaria colosal para tanto como me piden. Sospecho que los principales accionistas se estarán frotando las manos al tiempo que, puertas afuera, claman contra la subida del salario mínimo y el riesgo que conlleva tener una empresa.
En la televisión, la noticia de la marcha de Ferrovial a lugares de impuestos más laxos, cuando no inexistentes. No me extraña. En el origen de su riqueza, está la sangre de los represaliados por el fascismo. No les importó entonces España, ni les importa ahora, a pesar que sus arcas se hayan engordado a base del dinero público, del de todos. La empresa no tiene otra conciencia que la que le dictan los dividendos. Lo del compromiso es solo para que quede bonito en la portada de los periódicos que, no en vano, son de su propiedad. ¡Faltaría más! Y, aun así, hay quien dice que aquí no se trata bien al gran empresario. ¡Qué poca vergüenza!