Adela levantó la taza del váter y sintió que la rata quería salir. Lanzó un grito, soltó la tapa de golpe y se sentó en la bañera con el corazón golpeándole el pecho. Aquello era mentira, no había ninguna rata, lo había soñado.

La tapa del váter comenzó a moverse, alguien quería salir fuera, alguien que emitía grititos agudos, como si hubiera un niño pequeño dentro. Adela abrió la boca para gritar, pero el terror la enmudeció, aquello no le estaba pasando a ella. Allí no había ratas, era imposible.

Adela se levantó de la bañera y avanzó despacio hacia el váter, que ahora no se movía. Dio un paso, después otro y se fue acercando. La tapa comenzó a moverse de nuevo, como si dieran muchos golpes desde el interior, y Adela se apretó la garganta con las manos para no gritar. Una corriente eléctrica le corrió por la espina dorsal y sintió que las piernas no le sostenían, se iba a caer al suelo.

Cogió el banquito de madera blanca, lo puso sobre el váter y los chillidos se apagaron hasta hacerse casi inaudibles. Las piernas le comenzaron a temblar y el temblor le subió por las piernas al estómago, al pecho y a la cara. Se apoyó en el lavabo y se dijo a sí misma que todo aquello era un sueño, que no le estaba ocurriendo a ella.

Tenía que salir del cuarto de baño y cerrar la puerta, pero no podía, las piernas no le respondían. Intentó moverlas, caminar hacia la puerta. Si antes había podido, ahora lo podría hacer también, era cuestión de voluntad.

La voluntad es muy importante.

Cuando Adela no podía dormir en la cama, con su marido roncando a su lado como un cerdo, pensaba que estaba tumbada en la arena de una playa lejana y el agua del mar le lamía los pies y al poco rato ya no escuchaba a su marido y ella se desperezaba al sol, desnuda. La brisa le cubría y la arena se amoldaba a cada una de las partes de su cuerpo.

Era muy bonito soñar y podía soñar lo que quisiera. Podía escuchar música, caminar por la arena, vestirse de largo y hablar con todos aquellos hombres de frac que le decían: “¿Quiere una copa?”.

─¡Oh, gracias! ─contestaba ella y sonreía.

El tintineo del hielo contra el cristal del vaso le gustaba mucho. En una ocasión era actriz y estaba rodando una película con un hombre rubio que le tendía una copa de color rosado. Pero había otros hombres alrededor y estaban todos al borde del mar, en una terraza.

Ella sorbía de su copa, apoyada en la balaustrada de la terraza, mientras las olas batían la playa y la luna se reflejaba en su vestido escotado. Uno de los hombres, quizás el director de la película, le dijo:

─¿Puedo decirle que está usted cada día más hermosa, Adela?

─Adulador ─contestó ella.

─Las tomas de esta mañana han sido magníficas ─manifestó el hombre rubio, que era el actor principal─. Trabajar contigo es una delicia. Lo haces todo tan fácil…, tan agradable.

─¿Qué piensa hacer cuando se acabe la película, señorita Adela? ─le preguntó otro.

─¡Oh, no lo sé! Quizás me marche a Roma.

─¿No le gusta Los Ángeles?

─Prefiero Roma. Pasaré allí una semana, después iré a La Riviera, tengo que estudiar un guión.

El hombre rubio, el actor principal, la miraba con insistencia.

─Me gustaría que esta película no se acabara nunca, nunca…

─Todo se acaba ─dijo ella─. Pero guardaré un grato recuerdo de esta isla. Trabajar contigo también ha sido agradable, Arthur.

─¿Sí? ─contestó el hombre rubio, que se llamaba Arthur. Siempre le había gustado que los hombres se llamaran Arthur, James, Jonathan…y no Pepe, Manolo, Luis…─. Dímelo otra vez, Adela, me gusta oírtelo decir.

Ella se lo repitió y soltó una carcajada cantarina a la noche. Todos los hombres presentes sonrieron al verla tan contenta. Cuando ella era feliz, y lo era siempre (no podía ser de otra manera), hacía feliz también a todos los que la rodeaban: su secretaria particular, su peluquera japonesa, su masajista y todo el equipo de filmación.

Otras veces no estaba al borde del mar en una terraza. Se encontraba en un restaurante de lujo, acompañada por el hombre rubio, Arthur, que le acariciaba la mano.

─Te amo ─le decía él─, te amo desde la primera vez que te vi. Nunca he conocido a nadie como tú… Si no me amas, creo que voy a hacer una locura.

Se acercaba el maître y ella ordenaba café. Después, ella le decía:

─Mi corazón pertenece a otro, perdóname, Arthur.

Él se mesaba los cabellos, los ojos desorbitados por los celos.

─¿Quién?… ¿Dime quién es , por Dios?

─Es un secreto ─contestaba ella─, un terrible secreto.

Arthur se echaba a llorar y ella le consolaba, pasándole la mano, muy suave, por los cabellos.

Había otros sueños, mucho más bonitos, pero las piernas ya le obedecían y terminó de salir del cuarto de baño. Se dirigió al dormitorio y se acercó a la cunita. No se extrañó de verla vacía.

Comenzó a pensar en otra cosa. Estaba ahora en el Hotel Negresco, de Niza, bajando por las escaleras con un vestido largo y alguien, muy especial para ella, la esperaba abajo.

Era un hombre de sienes plateadas, alto y fuerte a pesar de su edad madura e impecable en su esmoquin.

─Disculpa el retraso, Gregory.

─No importa, querida Adela. A propósito, estás bellísima.

Gregory la tomó del brazo y entraron en el comedor del hotel. Un grupo de cuerda tocaba una suave melodía y el rumor de las conversaciones apenas si se notaba. Todos los comensales iban vestidos de etiqueta: ellos, de esmoquin; ellas, con vestidos largos y grandes escotes. Los diamantes y las perlas lanzaban destellos brillantes.

El maître se acercó solícito, mientras la acompañaba a su mesa, al fondo, donde ya le sonreían Carolina y Estefanía. Ahora podía demorarse con su sueño favorito sin que los lloros del niño le interrumpieran constantemente, el niño se había ido para dejarla soñar tranquila.

Ahora, el principal problema era: ¿Tomaría champán o martini?