“Jesús me decía: ‘Mira, si ves a Carlos Marx, dale recuerdos de mi parte y dile que no está lejos del Reino de Dios” (José María Díez-Alegría, “Jesuita sin papeles”)

Hace sesenta años de su muerte, el 3 de junio de 1963. Fue una convulsión. Parecía que católicos y no católicos habían hallado un punto de encuentro. Su agonía fue seguida desde todo el mundo en una inusual identificación. El papa Angelo Roncalli había tocado el corazón de mucha gente, a pesar de haber tenido un pontificado muy corto, no llegó a cinco años. Lo eligieron siendo ya anciano, en 1958, tras un papa hierático como Pío XII. Salió de un conclave que duró tres días (entre el 25 y el 28 de octubre de 1958), y sólo apareció su nombre al final de las once votaciones que no conseguían desempatar entre el conservador Giuseppe Siri, arzobispo de Génova, y el liberal Giacomo Lercaro, arzobispo de Bolonia. El primero adscrito a la “derecha” paceliana (Giovanni Pacelli era el nombre de Pío XII, el papa fallecido) y el segundo inserto en la “izquierda” montiniana (el popular e influyente Giovanni Montini sería el sustituto de Juan XXIII en 1963, pero en 1958 el que sería Pablo VI aún no había sido proclamado cardenal). Por tanto, Roncalli estaría ubicado en el “centro”, con cierta tendencia a la “izquierda”, pero sin provocar demasiados quebrantos. Muchos pensaron en un “Papa de transición”, pero la realidad de lo que vendría después, de lo que sería el mandato de Juan XXIII, dista mucho de ser valorado como de perfil bajo. Tenía 77 años cuando fue elegido, no vivió mucho, pero…

Me acerco a Roncalli a través de Vida de Juan XXIII. El Papa extramuros, de Gino Lubich. En su edición española la biografía lleva un prólogo de Antonio Mª Rouco Varela, “facha con cara de facha”, como describía El Jueves. No obstante, la curiosidad me lleva a saltar por encima de tan incómoda referencia y puede más el hecho de que el autor fuera partisano comunista, por ello detenido y torturado en la famosa prisión de Bolzano. En los difíciles años italianos tras la Segunda Guerra Mundial, Lubich experimentó su vocación periodística en L’Unità, periódico ligado al Partido Comunista de Italia (PCI). La publicación fundada en 1924 por Antonio Gramsci vendía en esos años 700.000 ejemplares diarios. Los acontecimientos en Hungría (1956) enfrentaron al periodista con una dolorosa elección: la de abandonar el PCI, del que había sido secretario en Trento. Mantuvo, sin embargo, un gran respeto, apertura y relaciones sinceras con sus antiguos compañeros. Después Lubich sería director de la publicación Città Nuova.

Volvamos a Juan XXIII. La imagen que siempre había transmitido era la de un «bonachón», por lo que se preveía que su gobierno fuera tradicional y sin novedades. Pero Roncalli introdujo un espíritu nuevo, superador de la habitual conflictividad en los años de la guerra fría. Convocó el Concilio Vaticano II (sería continuado bajo el papado de Pablo VI) y llamó a los obispos del mundo a trazar una línea reformadora para el futuro de la Iglesia. Las sesiones fueron en Roma durante cuatro períodos, cada uno con una duración de entre 8 y 12 semanas, en el otoño de cada uno de los cuatro años de 1962 a 1965. El propósito fue la renovación espiritual y la reconsideración de la posición de la iglesia en el mundo moderno. El Concilio también invitó a las iglesias protestantes y ortodoxas orientales. Proporcionó, además, una apertura dialogante y trató principalmente sobre la constitución de la Iglesia, la liturgia (más accesible al pueblo), y la libertad religiosa, para evitar la propagación del catolicismo mediante la fuerza o la falta de respeto a la conciencia individual.

El 7 de marzo de 1963 Juan XXIII recibió en el Vaticano a Alexis Adjubei, yerno de Kruschef y director de la agencia de noticias Izvestia. Pocos días más tarde, en plena campaña electoral, Togliatti propuso oficialmente la colaboración entre los católicos y los comunistas. En las elecciones del 29 de abril, el PCI ganó un millón de votos más, provenientes en su mayoría de ambientes católicos. Togliatti murió en Yalta en 1964 mientras la Democracia Cristiana, con la bendición del nuevo pontífice Pablo VI, formaba los primeros gobiernos de centro-izquierda. El Concilio se clausuró el 8 de diciembre de 1965 sin haber pronunciado la menor palabra sobre el comunismo, y eso a pesar de que 500 padres conciliares habían pedido una condena oficial.