A veces uno se cansa de repetir el mismo discurso, pero como nos ha tocado vivir en esta sociedad del espectáculo, tan desmemoriada como irreflexiva, no tengo más remedio que insistir, más que nada para que no se olviden los argumentos a la hora de enfrentarnos a los mensajes simplistas que los medios de domesticación de masas propagan masivamente entre el paisanaje a modo de tsunami de falsedades.

En esta parte del mundo que llamamos España, en los últimos tiempos sólo ha existido un golpe de Estado y fue el de Franco. Muerto el infame criminal, hubo un indulto para todos aquellos que combatieron el fascismo u opinaron en su contra, eso sí, siempre y cuando no tuvieran “delitos de sangre”. Lo de la sangre, como lo de los caídos, se refería solo a una parte de la población, los represaliados, los exiliados, los torturados o encarcelados. Pero, sin embargo, a los asesinos, a quienes mantuvieron el país en una dictadura de cuarenta años, policías, jueces, militares, sacerdotes, pandilleros falangistas o empresarios, se les borraron sus delitos, esto es, fueron amnistiados, impidiendo así la posibilidad de juzgarlos o apartarlos de sus cargos. En fin, los verdugos perdonaron a sus víctimas y las víctimas, unas más y otras menos, consentimos en espera de tiempos mejores que hicieran justicia y repararan atropellos y desmanes, aunque, de momento ahí siguen las fosas repletas de desaparecidos, a la vez que perduran las medallas y reconocimientos a los autores de la masacre.

Luego asistimos a otro remedo de golpe, el 23–F que sirvió para legalizar de alguna manera, a ojos de la opinión pública, la figura del rey Juan Carlos, el monigote colocado a dedo por el dictador, espectador silencioso de los crímenes de su mentor y, por lo tanto, igualmente criminal. Entonces también hubo perdón en forma de indulto al general Armada, el cabecilla del golpe que mantuvo en jaque a la población. Sorprendentemente, nadie se llevó las manos a la cabeza, ni se organizaron manifestaciones en su contra, a pesar que se trataba de militares armados. Lo mismo pasó con los concedidos a Vera y Barrionuevo, responsables de la guerra sucia contra ETA, que se llevó por delante a personas, niños incluidos, que nada tenían que ver con la organización vasca. Ha habido otros, a banqueros, jueces, estafadores o especuladores asesinos de guante blanco como Jesús Gil. ¿Acaso ya no recordamos los 300 muertos de los Ángeles de San Rafael, sepultados entre los escombros por su avaricia?

También ha habido alguna que otra amnistía más, como la concedida a los ricos defraudadores impulsada por el gobierno de Mariano Rajoy, el mismo que, mientras esquilmaba las arcas públicas perdonando a más de 700 millonarios, entre estos, ministros, aristócratas y miembros de la familia real, rebajaba las pensiones, despedía a médicos y maestros y negaba el tratamiento para la hepatitis C aduciendo falta de fondos, lo que causó la muerte a cuatro mil personas.

Y así está nuestra reciente historia del perdón y borrón y cuenta nueva, cuando sucede lo del 1 de octubre en Catalunya y entonces sí, entonces se llenan las bocas, los libelos y las tertulias de sentencias engañosas, de supuestos golpes de Estado, rupturas de España e indemostrables atentados. Se coloca a Carles Puigdemont, un señor de la más rancia derecha catalana, integrante de la fea burguesía, en el lugar del diablo causante de males y tragedias patrias y se miente descaradamente cuando se habla de él como único beneficiario de una hipotética amnistía, cuando en su misma situación están casi 1500 personas. Pero, en realidad, lo único que pasó, aparte las palizas a cargo de nuestras democráticas fuerzas del orden público, fue que se sacaron urnas a la calle y durante menos de un instante se declaró la independencia de Catalunya.

¿De verdad a alguien en su sano juicio, eso le parece un crimen y no lo anterior?

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