Octubre, para quienes soñamos con una sociedad libre de explotación, bajo cualquiera de sus formas, para los comunistas, es el mes de la Revolución rusa. Bajo su impulso nacimos. Y no hay que olvidarlo, a pesar de que su ola propulsora haya perdido empuje. En aquella constelación de estrellas de Octubre, sobresale Alexandra Kollontai, Comisaria de Asuntos Sociales, única mujer en el primer Consejo de Comisarios del Pueblo, y primera en el gobierno de una nación. Impulsora de grandes conquistas: aborto, libertad sexual, baja por maternidad, creación de guarderías públicas. Acaba de editarse su biografía escrita por Hélêne Carrère, que ha recibido, por sus estudios sobre Rusia, el Premio Princesa de Asturias 2023 de Ciencias Sociales. Este artículo es el contrapunto, buscando su esencia, la que caracterizó al primer gobierno de los trabajadores de la historia. Y la mejor manera de captar la esencia del momento histórico y de su actuación, nos la ofrece su propio relato, que nos traslada, como no lo hace ningún análisis, al instante más puro de la Revolución, cuando aún no había aparecido la burocracia y el poder no había corrompido a nadie. Volver a Kollontai no es una visita al pasado, porque contiene lecciones intemporales: la de otra forma de entender las tareas de gobierno, y el compromiso firme en cualquier instancia de poder.

Contaba Kollontai que aquel Octubre de 1917 era gris, ventoso, y que el aire agitaba las copas de los árboles en el jardín del Smolny, el edificio de interminables pasillos, de grandes salas luminosas, donde estaba el nuevo gobierno revolucionario. Hacía dos días que el Poder había pasado a manos de los Soviets. Del Palacio de Invierno eran dueños los obreros y los soldados. El gobierno de Kerenski ya no existía. Pero cada bolchevique comprendía que aquello era solamente el primer peldaño de la dura escalera que conducía a la emancipación de los trabajadores y a la creación de una República nueva, laboriosa, sin precedente en la Tierra.

El Comité Central del Partido de los bolcheviques se alojaba en una pequeña habitación del Smolny, con una mesa sencilla en el centro, periódicos desordenados por el suelo, en las ventanas, y unas cuantas sillas. Kollontai, Comisaria del Pueblo, fue ese día al Comité Central. Decía que no recordaba para qué fue, pero sí que Lenin, al verla, decidió que debía hacer algo más necesario que cualquiera de sus propósitos.

—Vaya ahora mismo a encargarse del Ministerio de Asistencia Social del Estado. Hay que hacerlo inmediatamente —le ordenó.

Lenin estaba tranquilo, alegre. Bromeó un poco y pasó a ocuparse de otro asunto. Se despidió de él y se dirigió de inmediato al Ministerio de Asistencia Social, que estaba en la calle Kazán. El portero, de elevada estatura y buena presencia, con barba canosa y galoneado uniforme, entreabrió la puerta y la examinó de pies a cabeza.

—¿Quién de sus jefes está aquí? —le preguntó Kollontai.

—Las horas de visita para las peticiones han terminado —le respondió tajante el portero.

—No vengo a hacer ninguna petición. ¿Quiero saber qué alto funcionario está aquí?

—Le habrán dicho a usted que se recibe desde la una hasta las tres, y ahora, mire el reloj, son más de las cuatro.

Ella insistió, él se mantuvo en sus trece. Las horas de visita habían terminado y tenía orden de no dejar pasar a nadie. A pesar de la prohibición, Kollontai intentó acceder a la escalera. Pero el testarudo viejo se alzó ante ella como un muro impenetrable, sin dejarla avanzar ni un paso.

Kollontai desistió y se fue. Tenía prisa porque quería acudir a un mitin. Los mítines en aquellos días eran lo fundamental. Allí, entre las masas de soldados y desposeídos de la ciudad, se decidía la cuestión de la existencia del Poder soviético, de si lo mantendrían los obreros y campesinos o vencería la burguesía.

Al día siguiente, muy temprano, sonó el timbre de la vivienda donde Kollontai se había instalado tras salir de la cárcel en la que la encerró Kerenski. El timbrazo era insistente.

Abrió y se encontró con un campesino pequeño, barbudo, con zamarrilla y abarcas.

—¿Vive aquí el Comisario Popular Kollontai? Tengo que verle. Traigo este papelito para él, del bolchevique principal, de Lenin.

Kollontai comprobó que el trozo de papel estaba escrito, de puño y letra, por Vladimir Ilich.

«Entréguele cuanto le corresponda por el caballo, de los fondos de Asistencia Social del Estado».

El mujik, concienzudo, llevaba la cuenta de todo. En tiempos del zar le habían requisado el caballo para necesidades de la guerra. Le prometieron pagárselo a un precio razonable. Pero pasó el tiempo y no recibió aviso alguno de pago. El mujik fue a Petrogrado y durante dos meses llamó a las puertas de todas las instituciones del Gobierno Provisional, sin ningún resultado. Lo enviaban, como una pelota, de una oficina a otra. Derrochó paciencia hasta que se le acabó el dinero. Y entonces supo que había unos hombres, llamados bolcheviques, que devolvían a los obreros y a los campesinos todo lo que les habían quitado los zares y los terratenientes; y todo lo que le había sido arrebatado al pueblo durante la guerra. Para ello sólo hacía falta recibir un papelito del bolchevique principal, de Lenin. Aquel mujik pequeñajo dio con Vladimir Ilich en el Smolny, y antes de que clareara el día le hizo levantarse, y consiguió el papelito que mostraba a Kollontai.

—Cuando reciba el dinero, lo entregaré. Mientras tanto, será mejor que lo tenga yo —añadió desconfiado.

¿Qué hacer con el mujik y su caballo? —pensaba Kollontai—. Eran tiempos raros: el Poder estaba ya en manos de los Soviets, el Consejo de Comisarios del Pueblo era bolchevique pero las instituciones oficiales, como vagones lanzados, seguían por los raíles de la política del Gobierno Provisional.

¿Cómo hacerse cargo del Ministerio? Si lo hacían por la fuerza todos huirían y se quedarían sin funcionarios. Decidió celebrar una reunión con delegados del sindicato de trabajadores subalternos, elegir un Consejo y con esa autoridad hacerse cargo del Ministerio al día siguiente.

El portero de los galones, que no simpatizaba con los bolcheviques, miró con gesto desaprobatorio a Kollontai y a su grupo, pero los dejó pasar. Cuando subían por la escalera, en dirección contraria descendía un río de empleados. Bajaban precipitadamente, no querían ni mirarlos. El sabotaje de los funcionarios había comenzado. Los pocos que quedaron manifestaron que estaban dispuestos a trabajar con los bolcheviques. Entraron en los despachos. Todo estaba vacío. Los papeles tirados por el suelo, los libros de entradas y de salidas guardados bajo llave. Y no tenían las llaves. Tampoco las de la Caja.

¿Cómo iban a trabajar sin dinero? La Asistencia Social del Estado era una institución cuya labor no era posible detener, pues abarcaba asilos, mutilados de guerra, hospitales, sanatorios, leproserías, reformatorios, casas de ciegos… De todas partes les exigían… Y no tenían las llaves. Pero el más tenaz de todos era el mujik pequeñajo con el papelito de Lenin. Cada mañana, apenas amanecía, ya estaba en la puerta.

—¿Qué hay del pago del caballo? Era muy bueno. De no haber sido tan fuerte y tan sufrido, no pondría tanto empeño en que me lo pagaran.

Al cabo de dos días aparecieron las llaves. La primera salida de la Caja de Asistencia Social fue el pago del caballo que el gobierno zarista arrebató a aquel campesino que con tanta tenacidad exigió, con arreglo al papelito de Lenin, la cantidad que le correspondía.

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