En los últimos días del pasado mes de noviembre y hasta el doce de diciembre, se ha celebrado en Dubái la Cumbre del Clima COP28. En la última jornada, antes de la clausura, se intensificó el debate para llegar a acuerdos definitivos sobre la eliminación de los combustibles fósiles ante las propuestas más o menos tibias de reducir su impacto, aunque al final, el texto aprobado recoge el compromiso de una transición acelerada desde las energías fósiles a las renovables.

Sabemos, atendiendo a la comunidad científica y a todas las voces que desde distinta foros claman por un desarrollo sostenible, que el impacto de esas energías está llevando a la humanidad a un mundo cada vez más inseguro y menos habitable, con un calentamiento global que es una amenaza para la vida en el planeta, porque pone en peligro los recursos naturales con consecuencias desastrosas en todo el mundo y esto, a mi juicio al menos, influye negativamente en nuestra capacidad de lucha, de movilización y alternativa, porque nos sentimos como David luchando contra Goliat y, aunque él derribó al gigante con una piedra y una honda, la piedra amenaza con abrasarnos los dedos.

Se trata de revisar la superioridad humana para redescubrir la naturaleza como nuestro ámbito de pertenencia en una relación de codependencia en los cuidados

Y sabemos también que el hecho de ser mujer empeora cualquier situación de inferioridad, como dice la filósofa Cristina Molina; las mujeres sufrimos de manera específica las consecuencias del cambio climático y, por lo tanto, nuestra voz y nuestras propuestas son imprescindibles para acometer esas medidas que frenen y reviertan la situación a la que hemos llegado. Es cierto que Naciones Unidas lanzó en el año dos mil catorce un programa para promover el equilibro de género en las negociaciones sobre el clima y que en la COP25 se renovó la idea de proponer la creación del Plan de Acción de Género que debería ser revisado en sucesivas ediciones, pero también es cierto que este compromiso es más motivo de debate que propuesta de acuerdo y resolución. Y tenemos mucho que hablar, también sobre este asunto, porque las mujeres hemos estado en contacto con la Tierra desde que existe vida humana sobre el planeta. Dice Alejandra Kollontai que es a la mujer a quien la humanidad debe el descubrimiento de la agricultura y así lo recoge Ana de Miguel en su libro Ética para Celia: las mujeres no solo parían y criaban, también tenían que alimentar y defender a sus hijas y a sus hijos, y que por eso conquistaron la posición vertical tan característica de los seres humanos, para proteger a sus bebés que iban con ellas, agarrados a su cuello. Muchas mujeres, en muchos lugares del mundo, siguen defendiendo y cuidando la vida en condiciones adversas, enfrentándose a las enfermedades, a la falta de agua y alimentos y todas, aunque vivamos en un entorno más habitable de momento, podemos escuchar cada día el grito de la tierra calcinada, de los bosques sedientos, de las cumbres de las montañas sin nieve… Por eso, es necesario defender un nuevo paradigma ecológico en el que ya no se trata de cuidar el planeta y de no someterlo a un expolio salvaje, sino de revisar la superioridad humana para redescubrir la naturaleza como nuestro ámbito de pertenencia, en una relación de codependencia en los cuidados. Sabemos que es urgente cambiar de rumbo, que se abra paso ese nuevo paradigma de ecología integral, en el que nos reconocemos muchas mujeres. Lástima que nuestra voz no tenga el eco que merece en todas las cumbres del clima; pero ahí estamos, abrazando la Tierra.