Luis Sarmiento no era un prócer ni un representante institucional; no era una personalidad pública destacada ni un benefactor. No era un dirigente político y ni siquiera era un militante visible. Luis Sarmiento era un militante de base, un militante comunista de base.

Bertolt Brecht se quejó de la historia concebida como la actuación de las grandes figuras, fundamentalmente hombres. Y se refirió a uno de ellos y a una de sus gestas más conocidas: Julio César conquistó las Galias. Enseguida, desde la perplejidad y la ironía, Brecht añadía una pregunta: ¿y no llevaba siquiera un cocinero?

Luis Sarmiento era uno de estos cocineros de la historia, anónimos e indispensables, a los que se refiere el poeta materialista alemán. Estaba detrás, no se veía, pero nadie hubiera sido capaz de culminar sus gestas sin la labor sorda del militante de base de segunda fila. Y eso era precisamente Sarmiento. Me lo decía en su despedida, esperando la incineración, uno de sus compañeros de trabajo en Astilleros de Sevilla. Sarmiento disponía, oculta tras su modestia y su tranquilidad permanente, de una gran inteligencia organizativa, que le permitía prever hasta el más mínimo detalle y dedicarse a organizar las barricadas mientras otros, cumpliendo también una labor necesaria, atendían a la prensa o se dirigían en discurso público a la gente. Sarmiento, según su compañero, pertrechado de una chaquetón grueso y una gorra de piel en la mañana fría de enero, sabía mandar sin mandar, desde su voz suave y su gesto contenido, y nunca se apuntaba los éxitos, los trabajos culminados, incluso solía decir que los éxitos eran de todos y los fracasos organizativos exclusivamente de él.

El sindicalismo de Astilleros de Sevilla tenía un especial perfil, cuya cara más conocida era Ignacio Sánchez, “El Indio”. Estos sindicalistas podían irse de juerga, mientras negociaban entre copa y copa, con el dirigente patronal de turno, pero a pesar de la amabilidad que habían desplegado, al día siguiente, como relataba Concha Caballero, podían quemarle tranquilamente el despacho al representante de la patronal.

Sarmiento, me decía su compañero, que se quejó de lo baja que había sonado la Internacional mientras esperábamos frente al pabellón de la incineradora (“quizás por el frío mañanero”, concedió), a pesar de su tarea organizativa, no dejaba de mirar al horizonte político. Como ocurrió en la primera gran crisis del partido, que se alargó varios años y terminó con el trasvase a la casa común de diversos dirigentes, porque alguien había dicho desde las alturas que habíamos llegado a la estación “Termini”, y se hacía preciso abandonar las siglas históricas. En una reunión obrera que no se olvida, Sarmiento, que no se solía despistar en las encrucijadas, abandonó su sitio en la segunda fila, se puso en pie y en el centro, y dijo que no, que no podían dejar de ser lo que eran, y que una cosa era el debate interno y el sitio que cada uno hubiera ocupado, y otra cosa era cambiar de naturaleza.

Su jubilación estuvo dedicada a organizar la lucha y encauzar las propuestas y reivindicaciones en el partido, en IU, en el sindicato, en la solidaridad con Cuba, en su comunidad de vecinos y después, ya al final, dinamizando la asociación de trasplantados hepáticos. No descansó. Y era verdad que quizás la Internacional había sonado aquella mañana menos tronante de lo necesario, pero se entendió perfectamente que el mundo iba a cambiar de bases y los nada de hoy todo serían.

Sarmiento era una pieza clave, (nunca autopromocionada, eso sí, ni siquiera en sus memorias, publicadas por la editorial Atrapasueños), en la estrategia esa que contiene unidad del objetivo, relato, programa y militantes. Esa estrategia, esa problemática, que se basa en una ética permanente de la unidad y de la representatividad elegida que, por ser democrática, arranca del discurso leal y silencioso de las bases del partido, de ahí que alguien, en alguna de las crisis sufridas desde 1982, dijera una vez, con cierto tono paradójico, que ojalá los dirigentes estuvieran a la altura de las bases.

En fin, que Sarmiento se ha ido, quedándose en nuestro recuerdo, en nuestra forma de concebir la política. Se ha ido pero no le hemos permitido que se lleve una parte de nuestras vidas, de lo que somos, de lo que hemos sido con él. Intentaremos en todo caso no olvidarlo, para que la muerte no tenga la última palabra.