No soy muy partidario de las teorías de la conspiración, pero, no creo ser el único en sospechar que los aviones que se estrellaron contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre, estaban dirigidos, o al menos inducidos y permitidos, por las altas esferas del poder mundial. Al menos es lo que yo pensé cuando vi la tragedia por televisión, en directo, como no podía ser de otra manera. Ya se sabe, si pasa, lo estás viendo.

Sea cierto o no, el caso es que el hecho en sí provocó una suerte de golpe de estado mundial, de corte fascistizoide, una de cuyas primeras consecuencias fue la aprobación del proyecto, largamente acariciado por la industria armamentista, del escudo antimisiles. No en vano, y a partir de ese momento, la carrera por la nuclearización del planeta y el espacio que lo rodea, se ha disparado. Los muertos en el criminal atentado o la previsible desaparición de la humanidad en caso de guerra nuclear, importan bien poco mientras se incrementen las ganancias de los fabricantes de armas y el sinfín de empresas relacionadas con estos.

Yo de armas sé poco. Me basta saber que sirven para quitar vidas. Pero, sobre todo, saber que su comercio pone precio a esas vidas, convirtiéndolas en piezas de matadero ofertadas en el escaparate de la carnicería global que es el mercado bursátil.

No es nada nuevo. Ya a principios del siglo pasado, Basil Zaharoff, previendo que tarde o temprano los viejos países europeos entrarían en guerra, decidió dar un empujoncito para que se pusieran de una vez a ello, convenciendo a los menos poderosos que debían rearmarse. Así empezó vendiendo a los griegos el Nordenfelt 1, una especie de submarino que ya Estados Unidos había rehusado comprar por defectuoso, advirtiendo al monarca que debía adelantarse al resto en modernizar su Armada. Acto seguido, acudió a los turcos alertándoles del peligro que suponía el submarino en manos de sus potenciales enemigos. Sin dudarlo, le compraron dos. Más tarde repitió la operación con los rusos, que no dudaron en igualar a la compra de los turcos. Eran los tiempos modernos y la industria de las armas no podía escapar a la innovación. Había que matar más y más rápido, debió pensar Hiram Maxim, inventor de la ametralladora automática, quien, viendo que se aproximaba el conflicto, intentó competir en poderío y ventas con Zaharoff. No sabía con quien se la estaba jugando. Por tres veces la presentación en público de su mortífero artefacto, fue saboteada hasta que el ingeniero y antiguo boxeador no tuvo más remedio que asociarse con él y juntos, a través de la Vickers, atiborraron de armas el planeta, muchas de ellas inservibles.

Tampoco duró mucho la sociedad. Con la compra de la banca Union Parisienne, Zaharoff se agenció las finanzas y, con el control del periódico Excelsior, a la opinión pública. Consecuencia, con tanto arsenal como tenían y las presiones, bulos, atentados e insidias inspiradas por el traficante, ¿qué iban a hacer los países sino entrar en guerra?

Ni los diez millones de personas que murieron en la Primera Guerra Mundial, ni los veinte millones de heridos, ciegos, deformados, mutilados, fueron obstáculo para que Zaharoff fuera nombrado Sir y condecorado Caballero de la Gran Cruz del Orden Británico o Caballero de la Orden Nacional de la Legión de Honor francesa, entre otras distinciones. Poderoso caballero es Don Dinero.

Y ahora Gaza. ¿De verdad el Mossad, el más eficiente de los servicios secretos, no sabía nada de los atentados de Hamás? ¿Se nos ha olvidado que fue precisamente el Estado sionista de Israel quien, en su día, creó y armó a la milicia yihadista para destruir a Al-Fatah? ¿No tienen nada que ver las apabullantes ganancias que, desde el inicio de la criminal invasión, han experimentado las empresas relacionadas con las armas?

Es difícil no pensarlo. Igual que es difícil no pensar que el silencio y la pasividad internacional sobre el genocidio palestino, es el precio a pagar.