El conocimiento exhaustivo de una época y de una parte de los organismos de la clase obrera a ella apegada es un ejercicio complejo y complicado que no está al alcance de cualquiera. Desde hace unos años estamos asistiendo a una proliferación de obras de rigor científico e historiográfico que está situando la importancia del movimiento obrero en la historia contemporánea de España. Los debates y vicisitudes generadas por dichos organismo y sus integrantes se convierten en vértice protagonista de la historia. Y es que el proceso modernizador y democratizador de nuestro país no se puede entender sin la participación activa y directa del obrerismo.

En este contexto es donde destaca la obra de Fernando Hernández Sánchez alrededor de la importancia del comunismo español. Con el libro Falsos camaradas. Un episodio de la guerra antipartisana en España, 1947(Crítica, Barcelona, 2024), el profesor Hernández Sánchez rescata un episodio oscuro de la historia y en un momento todavía más turbio como fue el franquismo. La maquinaria de infiltración en los organismos comunistas clandestinos que llevó a la catástrofe a gran parte de sus militantes. Unas páginas sobrecogedoras que nos conduce al cruel final de abnegados militantes.

Franco se benefició de la Guerra Fría para consolidarse e intensificar la represión contra la oposición organizada. Y Francia prohibió y persiguió al PCE en 1950

JULIÁN VADILLO: ¿Por qué un libro sobre la infiltración en el PCE?

FERNANDO HERNÁNDEZ: Este episodio es una secuela de lo que describí para un contexto mucho más amplio en Los años de plomo. La reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo (Crítica, 2015). Entonces ya me di cuenta de la persistencia y calado de la infiltración policial para desarbolar todo intento de reconstrucción de un partido que desde 1939 se comprometió, en palabras de Dolores Ibárruri, a no ser “un casino de emigrados” y a organizar la resistencia interior. Pero entonces no contaba con parte de la documentación: o estaba clasificada —como el historial policial de Roberto Conesa, solo accesible al cumplirse 25 años de su muerte— o se había “extraviado” en los archivos militares durante décadas —como el expediente de José Satué, una de las más notorias víctimas de la operación—. Me faltaban también elementos para valorar la importancia del año 1947 en el proceso de consolidación de la dictadura franquista, beneficiaria del estallido de la Guerra Fría y de una segunda no intervención de las potencia occidentales, que apreciaron pronto su potencial cipayo en caso de una conflagración con la Unión Soviética. La seguridad obtenida de este marco permitió a Franco, hasta ese momento expectante tras la derrota de sus aliados del Eje, intensificar la represión contra la oposición interior organizada. Y dado que los comunistas ocupaban en ella un lugar preeminente, se recurrió a todos los medios para lograr su destrucción: desde el despliegue de una guerra antipartisana trufada de crímenes contra la población civil sospechosa de colaborar con la guerrilla, desplazamientos forzados y destrucción del territorio en las área rurales hasta la captación de delatores y la infiltración de agentes en las propias filas del partido.

Falso camaradas Fernando Hernández Sánchez Editorial Crítica, 2024

Falso camaradas. Un episodio de la guerra antipartisana en España. 1947
Fernando Hernández Sánchez
Editorial Crítica, 2024

J.V.: ¿Qué importancia tiene que alguno de estos “falsos camaradas” fueran militantes de profunda trayectoria?

F.H.: Fue letal y agravada por el hecho de que otros tantos, con experiencia similar o incluso mayor, habían sido estigmatizados y purgados bajo la falsa acusación de haberse puesto al servicio del espionaje anglosajón durante la guerra mundial o acusados de “aventurerismo”. Heriberto Quiñones, fusilado atado a una silla porque le habían partido la columna vertebral en las sesiones de tortura, o Jesús Monzón, que fue el más alto dirigente que se estableció en el interior del país para dirigir el partido desde dentro, padecieron ese ostracismo sin, por su parte, revelar nada de lo que sabían. En su lugar, algunos de sus sustitutos, supuestamente más dúctiles y disciplinados, sin una biografía sospechosa de disidencia, acabaron quebrándose y entregaron lo que conocían. La paranoia de aquellos tiempos de glaciación ideológica rindió efectos adversos para la efectividad de la lucha de los comunistas.

Hay que aclarar que no todos los que se prestaron a colaborar con la policía lo hicieron por las mismas razones. Los había que llegaron a ello por desmoralización, sin medios de vida, con cargas familiares, marcados y, sobre todo, desesperados de que el final inminente de la dictadura, siempre anunciado por la propaganda, no llegara nunca. Estaban los que se vendían, por dinero, por un estanco, por recuperar algún bien incautado. También los que recibían presión a través de sus familias: la promesa de liberación de un pariente preso, de un tratamiento médico o la amenaza con detener a sus mujeres e hijos. Había quienes no soportaban la tortura. Hay que tener en cuenta que el habeas corpus era poco más que la reliquia de un penalismo liberalizante ajeno a los valores del nuevo régimen y con menos valor real que un latinajo de misa. Podían pasar semanas —y hasta meses— en la Dirección General de Seguridad sin registro de entrada, sin ser puestos a disposición judicial, como si no existieran, potenciales desaparecidos que no dejarían huella de su paso por los sótanos de la Puerta del Sol, recibiendo palizas diarias, tentados por la idea del suicidio. Todos estos eran los que, pese a su acreditada adscripción comunista anterior, se pasaban al servicio de la policía o, como se decía en el argot, “se daban la vuelta”. Por último, estaban los infiltrados, algunos probablemente ya quintacolumnistas desde los tiempos de la guerra de España, agentes del servicio de información militar, la denominada Segunda Bis, con una larga trayectoria de enmascaramiento y simulación y difícilmente detectables.

J.V.: Viendo el resultado final de todo este proceso cabe una pregunta: ¿La estructura del PCE era muy débil o el aparato represivo del franquismo muy poderoso?

F.H.: Ambas cosas. La guerra de 1936 a 1939, la resistencia en Francia y en la URSS entre 1940 y 1945, el largo exilio y, en definitiva, la vorágine de los años 30 y 40 había diezmado a aquello que Santiago Carrillo llamó “la generación combustible”. No es de extrañar que las primeras tentativas de reconstrucción en el interior fueran debidas a gente muy joven, destacando las mujeres que se habían incorporado durante al guerra a la JSU, muy voluntariosas, pero con poca o nula experiencia de trabajo clandestino. Cayeron enseguida y con resultados dramáticos. Después, el partido envió a responsables curtidos en la resistencia antinazi o instruidos en las escuelas de formación de cuadros de los departamentos pirenaicos. Pero toparon con que el terror ejercido por la dictadura les privó de una base de sustentación y, en no pocas ocasiones, adolecieron de un desconocimiento casi absoluto de la situación interna de un país que poco se parecía a aquel que se habían visto obligados a abandonar. Como decía el número dos de la Komintern, Dimitri Manuilski, la esperanza de vida media de un cuadro comunista en aquellas circunstancias no sobrepasaba los tres meses sin caer muerto o preso.

El primer trabajo como policía de Roberto Conesa fue una operación para reconstruir el Socorro Rojo. Se saldó con la detención y fusilamiento de las 13 rosas y 46 jóvenes

Por otra parte, el régimen había puesto en pie instrumentos bastante eficaces en el combate antisubversivo, destacando la célebre Brigada Político Social (BPS) cuya metodología se fundaba en la práctica sistemática de la tortura, al amparo de una impunidad garantizada por la administración y los jueces. Los derechos de las personas detenidas eran inexistentes y la dictadura negaba la especificidad de los presos políticos. En ese entramado criminal cobró particular relieve la figura de quien sería el enemigo público número 1 del PCE: Roberto Conesa Escudero. Quintacolumnista con tentativas de infiltración en la JSU, ingresó en el Servicio de Información de Falange a la caída de Madrid, en marzo de 1939. Su primer trabajo como policía consistió en una operación de provocación para la reconstrucción del Socorro Rojo que se saldó con la caída de las Trece rosas y cuarenta y seis muchachos fusilados el 5 de agosto en el cementerio del Este. En los años siguientes participó en la detención de los componentes de varios comités nacionales, regionales y provinciales del PSOE y de la UGT, de organizaciones libertarias y de la CNT, de comités a varios niveles de la JSU y de la Unión de Intelectuales Libres. En 1943 desarticuló el Comité Provincial de Zaragoza del PCE, meses más tarde el de Lérida y provocó en Barcelona la “caída de los ochenta” que destrozó al PSUC y fue pieza clave del operativo de 1947. Pero no todo era prurito profesional y amor al trabajo bien hecho: la avidez de recompensas mantenía a los agentes en un estado de celo permanente. Su monto incrementaba sustancialmente los magros sueldos de unos sicarios a los que la dictadura pagaba con cicatería. Hay una anécdota que relató el dirigente del PSUC Miguel Núñez, cuando espetó al siniestro comisario Antonio Juan Creix, uno de los torturadores de la comisaría de Vía Layetana en Barcelona: “Y tú ¿cuánto ganas? ¿Sabes los beneficios que ha obtenido la banca el año pasado? Poco te pagan a ti por lo que haces…”.

La avidez de recompensas mantenía a los agentes en un estado de celo permanente. Su monto incrementaba sustancialmente sus magros sueldos

J.V.: ¿Eran conscientes los órganos directivos del interior y del exterior de estas infiltraciones?

F.H.: Por supuesto, se levantaba acta de daños, pero en no pocas ocasiones se erraba acerca del origen. En principio, todos estos individuos habían sido instruidos en las escuelas de formación del sur de Francia y pasaban a España a través del aparato de pasos, que dependía de la Secretaría de Organización en manos de Carrillo. Es decir, venían con todos los avales. Cuando las detenciones empezaron a entrelazarse, la impotencia y la desorientación ocasionadas por la contundencia de los golpes recibidos suscitó la extensión de un clima de desconfianza generalizada entre los escasos militantes que lograron escapar y se aislaron para cortar el ciclo infernal de las caídas. El efecto derivado de todo ello fue el encapsulamiento de los pocos núcleos que lograron sustraerse a la operación y una suspicacia generalizada que recorría los debilitados rangos del partido en todos los sentidos: de las maltrechas bases en el interior a la dirección en Francia y de esta a los grupos aislados en los montes. Eso no resolvió el agujero de seguridad que tuvo el PCE durante mucho tiempo y que alcanzó hasta 1959, cuando un exmiembro del Comité Central, Antonio Núñez Balsera, postergado y alcoholizado, entregó a los delegados del interior al VI Congreso celebrado en Praga para que la BPS los detuviese a su vuelta a España.

Los años transcurridos hasta 1956 fueron una travesía del desierto. A partir de ahí empezó un cambio de ciclo

J.V.: ¿Qué consecuencias tuvo para el PCE y para el país el desenlace final?

F.H.: La caída de 1947 sumió al PCE en una situación tan crítica que fue el núcleo de presos en la cárcel de Burgos la que asumió la dirección en el interior del país porque no quedaba ya nadie capaz fuera de prisión. Hubo más de 2.000 detenidos, 46 condenas a muerte y un total de 1.744 años de cárcel para los supervivientes. En comparación, los detenidos en 1950, según la memoria anual de la BPS, fueron 72. Al final de la década, lo que quedaba del PCE estaba preso en las cárceles, exiliado en el extranjero, disperso y aislado en las sierras hasta la retirada de los últimos núcleos guerrilleros o enterrado en los cementerios.

Revueltas universitarias de 1956, política de reconciliación nacional, infiltración en el sindicato vertical, movimiento vecinal… hacen que el PCE alcance una posición cuasi hegemónica

Los años transcurridos hasta 1956 fueron una travesía del desierto. A ello hubo que sumar que el partido fue ilegalizado y perseguido en Francia en septiembre de 1950 a raíz de la operación Bolero-Paprika, en un momento álgido de la Guerra Fría con el inicio de la guerra de Corea. Pero no fue el final, sino un cambio de fase. A partir de las revueltas universitarias de 1956, de la formulación de la política de reconciliación nacional, de la infiltración en las estructuras del sindicato vertical que acabarían por dar a luz a las Comisiones Obreras, de la influencia en el ámbito de la cultura y los sectores profesionales —abogados, periodistas, artistas— y del impulso al movimiento vecinal, el PCE renacería de sus cenizas y alcanzaría la posición cuasi hegemónica en que llegó al tardofranquismo y la transición.

(*) Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM)