Universidad pública o barbarie neoliberal

La universidad pública es mucho más que un espacio de formación. Es un lugar de encuentro interclasista, un laboratorio de pensamiento crítico, un motor de cohesión social.
Universidad pública | Fuente: Olmo Calvo
Fuente: Olmo Calvo

La universidad pública española está siendo desmantelada a golpe de recortes y privatizaciones. Mientras los fondos de inversión y las élites religiosas convierten el conocimiento en mercancía, miles de estudiantes y profesores ven cómo se erosiona el último bastión de la igualdad. La batalla por la educación es hoy la batalla por la democracia.

La universidad pública española atraviesa una crisis que amenaza su papel como garante de igualdad y motor de conocimiento. Lo que está en juego no es solo un modelo educativo, sino el sentido mismo de la democracia. Mientras tanto, el sector privado se expande con fuerza, impulsado por fondos de inversión internacionales y organizaciones religiosas que han convertido la educación superior en un mercado de 3.700 millones de euros. La entrada de capital extranjero ha transformado el panorama universitario: fondos como Permira, EQT, CVC o Portobello han protagonizado operaciones millonarias, comprando universidades como quien adquiere fábricas y gestionándolas con la lógica del beneficio. La educación se percibe como un sector estable, resistente a las crisis y con márgenes elevados, pero esta lógica convierte a los estudiantes en clientes y a las universidades en empresas cuyo objetivo principal es el rendimiento económico.

La Iglesia católica mantiene un papel central en este modelo, controlando instituciones de prestigio como Comillas, Navarra, CEU San Pablo o Francisco de Vitoria. Estas universidades no solo ofrecen formación académica, sino que transmiten valores y visiones del mundo que refuerzan estructuras de poder tradicionales. La pluralidad ideológica y la independencia académica quedan en entredicho cuando el conocimiento se subordina a intereses religiosos. El epicentro de esta deriva está en Madrid, donde la proliferación de universidades privadas contrasta con la crisis de las públicas. La Complutense, la mayor del país, sufre recortes del 34,9% desde 2009 y cinco de las seis universidades públicas madrileñas están en números rojos. La política regional ha favorecido la expansión privada, reforzando una brecha cada vez más evidente entre quienes pueden pagar y quienes dependen de lo público. La inversión por estudiante es un 21% inferior a la media nacional, a pesar de que Madrid es la región con mayor renta per cápita.

El Plan Bolonia, presentado como modernización, abrió la puerta a la mercantilización. Bajo el discurso de la adaptación al mercado laboral, fragmentó los estudios, encareció los másteres y precarizó al profesorado. Los másteres obligatorios se convirtieron en peajes económicos que favorecieron a las universidades privadas, capaces de ofrecer programas caros y exclusivos. La investigación se subordinó a criterios de productividad y competitividad internacional, más atentos a los ranking que a la calidad del conocimiento. El resultado fue una universidad más vulnerable a la presión empresarial y menos comprometida con la formación integral de los ciudadanos. La crisis afecta también al profesorado de las universidades públicas, que vive una precarización creciente con contratos temporales, salarios congelados y falta de recursos para investigación. Mientras tanto, las privadas ofrecen mejores condiciones a quienes se pliegan a su lógica empresarial, provocando fuga de talento académico.

El choque político es evidente. El Gobierno central ha anunciado medidas para frenar la proliferación de universidades privadas, endureciendo los requisitos de creación y exigiendo estándares más rigurosos, mientras comunidades como Madrid, Andalucía y Valencia defienden la liberalización, argumentando que garantiza libertad de elección. Pero detrás de ese discurso se esconde una realidad incómoda: la libertad de elección solo existe para quienes pueden pagar. Para el resto, la universidad pública es la única opción, y si se debilita, se debilita también la igualdad de oportunidades.

Históricamente, la universidad pública ha sido el motor de movilidad social en España. Miles de jóvenes de familias trabajadoras pudieron acceder a estudios superiores gracias a ella. Fue en sus aulas donde se formaron generaciones de médicos, ingenieros, juristas, científicos y profesores que sostienen hoy nuestro sistema democrático. La universidad pública no solo transmite conocimiento: produce investigación que salva vidas, impulsa la innovación tecnológica y cuestiona el poder. Reducirla a números rojos y edificios deteriorados es condenar el futuro del país.

La ofensiva neoliberal contra la universidad pública no es un fenómeno aislado. Forma parte de una estrategia global que busca convertir derechos en mercancías y ciudadanos en consumidores. La lógica del mercado penetra en la educación como lo ha hecho en la sanidad, la vivienda o las pensiones. Se nos dice que la competencia mejora la calidad, pero lo que realmente produce es exclusión. Se nos promete libertad de elección, pero lo que se garantiza es la libertad de negocio. La universidad privada florece porque se alimenta de la debilidad de la pública, y esa debilidad no es casual: es el resultado de políticas deliberadas que recortan presupuestos, precarizan plantillas y degradan infraestructuras.

La universidad pública es mucho más que un espacio de formación. Es un lugar de encuentro interclasista, un laboratorio de pensamiento crítico, un motor de cohesión social. Allí se cruzan trayectorias vitales que de otro modo nunca se encontrarían. Allí se cuestionan dogmas, se ensayan alternativas, se construye ciudadanía. Convertirla en un negocio es amputar su dimensión emancipadora y reducirla a un servicio de élite. La barbarie neoliberal no se mide solo en cifras de déficit o en ranking internacionales: se mide en el silencio de las aulas vacías, en el talento que emigra, en la desigualdad que se perpetúa.

La conclusión no admite matices: sin universidad pública no hay igualdad, no hay democracia, no hay futuro. Defenderla no es una opción ideológica, es una obligación colectiva. Cada recorte, cada máster convertido en peaje, cada universidad pública que se hunde, es un paso más hacia una sociedad donde el saber se compra y la ignorancia se reparte.

Pero no basta con la denuncia. Es hora de la acción. La defensa de la universidad pública exige movilización social, exige que estudiantes, profesorado y ciudadanía se unan en una misma voz contra la mercantilización del conocimiento. Exige que recordemos que las aulas no son negocios, que el saber no es mercancía, que la educación es un derecho conquistado con décadas de lucha y que solo se mantendrá vivo si lo defendemos con la misma fuerza.

La barbarie neoliberal avanza cuando nos resignamos. La resistencia comienza cuando decimos basta. Y hoy, frente a la amenaza de convertir la universidad en un mercado de élites, debemos levantar la bandera de lo público como último bastión de la democracia. Porque sin universidad pública no habrá futuro digno, y ese futuro depende de que lo defendamos aquí y ahora.

(*) Universidad complutense

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