El Pozo no se rinde, escribió el redactor del diario «El País» en su crónica del 3 de mayo sobre el homenaje celebrado el día anterior en la Plaza del Centro Cívico. A continuación se relacionaba la historia pasada de ese barrio con una continuidad combativa representada en la frase de una vecina: «No nos doblegamos ante el fascismo franquista, ni ahora a los terroristas». La crónica proseguía describiendo fielmente el desarrollo del evento, que recuperaba el espíritu y la práctica de aquella unión de las fuerzas del trabajo y de la cultura en forma de alternancia entre canción (a veces) comprometida y discurso crítico. Nada que objetar a la descripción: Fue una fiesta triste de emoción contenida en lo privado y de posicionamiento radical en lo ideológico. Lástima que también se manifestara una pequeña confusión sobre el carácter del acto cuando uno de los intervinientes dijo que el encuentro quería ser un homenaje cívico de vecinos para vecinos, al margen de actos religiosos y políticos. Fue poco afortunada la frase porque allí se había reclamado un tribunal internacional para el trío de las Azores, porque se clamó el no a la guerra, porque se relacionó la acción de los terroristas con la política exterior del Gobierno del Partido Popular y su participación en la guerra de Irak. De manera que el encuentro podía no ser partidista, pero resultaba tremendamente político: allí estaba Paco Ibáñez, pasado de años y de voz, pero galopando como si no hubiera pasado el tiempo. Los vecinos jaleaban y el acto tenía por momentos un familiar aire de antifranquismo.

No dice la crónica y es interesante saberlo porque nos sitúa en el momento actual y no en la nostalgia de una lucha pasada llena de esperanzas, que el acto, organizado por la Asociación de Vecinos como titulares oficiales del evento, contó con diversos y dispares colaboradores: Una S.E.R. que puso su programa dominical de radio y la organización y casting del recital de cantantes, actores e intelectuales, una asociación de ilustradores que puso sus ganas de dibujar, una cooperativa de trabajo social que ofreció los resultados de una acción colorista en los centros de enseñanza, unos payasos por la paz y sin fronteras que le echaron narices (rojas) a la cosa del reír o sonreír pese a todo, una Junta de Distrito que administró los recursos de infraestructura, una imprenta que imprimió y algún que otro colaborador de palabra y gestión. Fuera quedaron un no menor número de artistas que se habían ofrecido desde el no ser, (los que no salen en los medios de comunicación), o sea desde la parte más anónima de la profesión (aunque hubiera algunos nombres conocidos). Seguramente tuvo que ser así porque el tiempo no daba para más y seguramente hubo que renunciar a poner el énfasis en transmitir la necesidad de crear un futuro distinto para el barrio, la ciudad, el país y el mundo. Algunos hubieran querido decir que se quería afrontar la superación del desastre y recuperar el pulso y la ilusión por vivir, transformar los espacios de la tragedia en nuevas vivencias de esperanza. Contra las sombras distorsionadas del miedo. Configurar nuevas identidades, nuevas imágenes, nuevos escenarios y nuevas miradas. Porque, efectivamente, en las reuniones preparatorias del evento se había hablado de superar la estética de los funerales. Se había hablado de trabajar para que aprendamos de la tragedia, para mejorar nuestra comprensión del mundo complejo en el que vivimos, para incentivar nuestra participación en los temas que, más tarde, ay dolor, influyen en nuestra vida cotidiana, para comprender mejor lo que significa ser ciudadano y no sólo votante.

Demasiado, quizás, para un solo día, para medio día. Cuando el acto terminó, los que estuvimos allí habíamos vivido el dolor del presente en un rito (laico, eso sí) que no nos convocó para el futuro. Como se dijo, bellamente, al terminar el acto: «Nuestro corazón está en El Pozo y se va a quedar». Algún día habrá que salir.