Este verano, mi casa fue asaltada por los cacos. No rompieron gran cosa, fue una operación limpia como una OPA, y sólo se apropiaron de mi dinero y de cuatro joyitas familiares, de esas que conservamos como dioses penates del hogar. Anoche, los ladrones entraron en el garaje cuyos servicios de aparcamiento y guarda tengo contratados a buen precio (o sea, a buen precio para el que me los vende), porque la calle ya no es segura, y, además de romperme los cristales y forzar la puerta de entrada de mi vehículo con la brutal eficacia de un comando de tropas especiales invadiendo un santuario terrorista, me han arrebatado unos instrumentos de trabajo de considerable valor. Esta mañana, el pedigüeño de la esquina de ese mismo garaje me ha querido contar una milonga. Estaba triste porque se le había extraviado un billete de cinco euros y recurría a mi buena voluntad para reponer sus fondos. Le he dicho de muy malas maneras que me dejara en paz, que no estaba yo para empréstitos ni para donaciones a fondo perdido. El pobre Joaquín es un trozo de carne de cañón: el dueño del garaje lo considera el espía que avisa a los cacos, los servicios policiales camuflados lo consideran un camello que trapichea a pequeña escala, los servicios sociales lo ignoran y yo estoy harto tanto de sus demandas de ayuda y de las historias fantásticas que me cuenta para sonsacarme como de que, porque haya intentado ayudarle, me adjudiquen en el barrio la sospecha de que soy una especie de cómplice y víctima de sus malos pasos. De manera que practicar algo de solidaridad paliativa me lleva a ciertas incomodidades (sobre todo a la incomodidad que me proporciona el pobre Joaquín que me asalta a cualquier hora y se endeuda conmigo como un país tercermundista con cualquier organismo internacional de crédito)y a la incomprensión de mis semejantes. Al final, la insidiosa sospecha anida en mi entorno: Soy culpable de que Joaquín se mantenga en su esquina porque lo mantengo fijado al paraje con mis migajas. Soy, casi, el cómplice de que Joaquín siga mendigando y Dios sabé qué cosas más, porque no he sido capaz de no verlo.

Luego he llegado al trabajo para enterarme, por un correo electrónico de esos que nos mandamos los empleados de oficinas con acceso a Internet y tiempo para practicar la comunicación en el ciber espacio, que algunos libros de texto norteamericanos enseñan a los escolares que la Amazonía es una zona bajo control de los EE. UU. para preservar un trozo importante del planeta y sus recursos de la mala gestión de gobiernos incompetentes y corruptos.

«Eso sí que es robar y no lo que pasa en mi barrio» -he pensado con mi capacidad de consuelo renovada por aquello de que «mal de muchos…»- pero he notado que mi indignación cambiaba de signo, se hacía menos visceral, más comprensiva, menos violenta y más amarga.

Y he vuelto a la racionalidad. Más vale no sospechar del pobre Joaquín, ni contar a los cuatro vientos que en mi barrio los cacos campan a sus anchas, que la ciudad donde vivo se ha transformado en una jungla donde al menor descuido te conviertes en presa del depredador de turno y guardia.

Digo que me dá miedo quejarme no vaya a ser que los norteamericanos meoigan y me apliquen al barrio el mismo criterio que a la Amazonía.