Había vivido los años finales de la lucha antifranquista junto con la revuelta hormonal de su juventud. Cuando llegó la transición unió un cierto desencanto político con la trabajosa búsqueda de asentamiento vital en el terreno conyugal, laboral, profesional. Se retiró de la militancia organizada pero no del interés por la política y, sobre todo, continuó perorando sobre el país, el paisaje y el paisanaje con un puntito de crítica amarga y desilusionada sobre la capacidad de la izquierda para mantener en la práctica sus postulados: Una breve y honrosa estancia en la trena por motivos políticos, no vaya usted a creer, le había enseñado que los humanos somos, entre otras muchas cosas desagradables, una extraña raza de carcelarios carceleros. Que la represión en nombre de la liberación late como tendencia en nuestras mejores intenciones revolucionarias. Que no hace falta que el adversario nos venza porque tenemos al enemigo dentro, cosa curiosa con tanta purga como nos hemos administrado.

Años más tarde fue volviendo, poco a poco, al redil de antaño, donde comprobó, para reafirmarse en sus peores vaticinios, que apenas quedaban ovejas. Cuatro mastines despeluchados, que un día aparentaron ser leones, se movían pesadamente por el aprisco tratando de cohesionar grupos del rebaño, escaso, lánguido y místico cuando no arisco, fantasioso, dogmático, marabútico.

Como se decía que otros rebaños de campos vecinos pastaban en praderas más jugosas, emprendió exploraciones para encontrar el pasto nutricio que permitiera recuperar las energías perdidas por sus antiguos compañeros. Pronto observó, con pesadumbre, que la aparente vitalidad reinante en otras majadas no ocultaba ni una evidente falta de ideas revolucionarias ni la carencia de un discurso político con método, con análisis profundo, con propuestas estructuradas, ni la incapacidad de organizar a los saltarines y revoltosos animalitos que sobresalían del conjunto. Trató de juntar unos con otros y se pasaba el día transportando de redil en redil ideas, proyectos y recursos, a la vez que asistía pacientemente a reuniones eternas de ovejas que más parecían avestruces por la manera de hundir su cabeza en la tierra.

Pronto fue consciente de que la especie estaba a punto de extinguirse y entonces una extraña paz le invadió, como a los músicos del Titanic en el momento de decidir interpretar el «Vals de las olas», y decidió que podía con todo si se trataba de morir con dignidad y entre los suyos.

Se le vió consumirse poco a poco aportando su siempre ponderado análisis marxista en medio de algarabías sobre cualquier causa noble empobrecida por las miserias personales de sus propios defensores. Se agotó en asambleas cuajadas de personalismos, llevando las actas de una sucesión de decisiones contradictorias y excluyentes, anotando enmiendas parciales discutidas como las más intrincadas cuestiones de la Cábala. Se extinguió con paciencia, acompañando a los suyos con su amor y comprensión ya que no podía darles inteligencia ni algún sentido común.

Cuando murió, sus compañeros no supieron culminar un amplio debate sobre si hacerle un homenaje o una autocrítica, de manera que recogieron de los almacenes un regalo que en tiempos perteneció a un secretario de organización al que se lo habían entregado unos camaradas chinos, y se lo entregaron a la viuda.