No creo que a nadie se le escape la posibilidad – incluso más que posibilidad – que los aviones que se estrellaron contra las Torres Gemelas el 11 de Septiembre, estuvieran dirigidos, o al menos inducidos, por las altas esferas del poder mundial, cuya cabeza visible está representada – como el papa para los católicos – por E.E. U.U.. Al menos es lo que yo pensé cuando vi la tragedia por televisión, en directo, como ya nos tiene acostumbrados la propaganda globalizadora, heredera directa de las ideas de Goebbels.

Sea cierto o no, el caso es que el hecho en sí provocó una suerte de golpe de estado mundial, de corte fascistizoide, en cuyas redes nos hayamos inmersos. No hay más bondad que la del sistema imperante, el capitalismo feroz, y todo lo que vaya en su contra es declarado enemigo de la sociedad, lo cual, en su lenguaje, quiere decir enemigo de todos. Ahí, en esa perversa utilización del lenguaje, en su machacona repetición por parte de los medios de comunicación, es donde radica el germen de un comportamiento fascista colectivo que, a hurtadillas pero insistente, se va apoderando de nuestros pensamientos y actos más cotidianos. Para mantener el sinsentido de la sociedad capitalista, hace falta que la población viva en constante estado de alerta, que tengamos miedo. Pero no a lo que realmente debiera asustarnos, sino a lo que ataca, o podría atacar a su esencia. Y para ello nada mejor que cambiar el sentido de las palabras.

Así, invadir un país como Iraq, no se llama invasión, sino conflicto y quienes luchan contra los ocupantes, terroristas. Los africanos que, hambrientos, saltan las vallas de nuestras fronteras, son ilegales, y, la cooperación internacional, que no es sino una cruel limosna en comparación con lo que hemos robado y seguimos robando gracias al expolio colonialista, una dádiva generosa que sale de los bolsillos de los ciudadanos de los países ricos, haciéndonos, no más pobres, sino menos ricos. Al imperialismo, globalización. Al genocidio que provoca el hambre, escasa rentabilidad. Los jóvenes franceses, iracundos, sin futuro, condenados a vivir lejos del bienestar del Estado del bienestar, parece ser que ya no son franceses, sino inmigrantes magrebíes que queman coches, no por lo que éstos representan, sino por vandalismo. Y por si acaso lo de inmigrantes no da miedo, de repente se refieren a ellos como radicales.

La posible mutación del virus de la gripe aviar, provoca el pánico – y pingües beneficios a la industria farmacéutica – y, aunque en un solo fin de semana mueran en las carreteras españolas el mismo número de personas que han muerto por el virus en el continente asiático durante cuatro años, nadie cataloga a la industria del automóvil como pandemia. Es más ni siquiera se les llama por su verdadero nombre, asesinos, ya que la calidad y seguridad de los vehículos comunes, no son sino un pasaporte al más allá. O el tan anunciado fin de las reservas de petróleo, que nos hace mirar para otro lado cuando se cambian, a través de la injerencia económica, militar y política, los destinos de los pueblos que lo poseen en aras del interés común. O cuando se elevan las voces, cada vez más frecuentes, pidiendo la vuelta de la energía nuclear como única solución en vez de exigir el fin del despilfarro.

Mal vamos si no nos empeñamos en que las palabras recuperen su auténtico sentido. Fijémonos si no en los obispos y su rabiosa caterva de seguidores sembrando el miedo, anunciando el totalitarismo, clamando por una pretendida libertad de enseñanza para así enseñar -obligar, más bien- a nuestros hijos a ser menos libres. En fin, diciéndose perseguidos porque no dejamos que nos sigan persiguiendo.