Decía Luis Buñuel, a propósito de la omnipresencia de la Iglesia católica, que “a la misma hora que el cardenal X bendecía a las tropas aliadas antes de entrar en combate contra el nazismo, el cardenal Y, hacía lo mismo con los nazis”.
Ya sé que no es nada nuevo y que de todos es conocido que, gane quien gane, la iglesia siempre se las arregla para estar al lado del vencedor. Pero cada vez que veo un anuncio de esos que traen fotos de niños desarrapados, hijos famélicos del tercer mundo, y debajo un texto que invita a apadrinarles por una módica cantidad, me vienen a la memoria las palabras de Buñuel. Bueno, las de Buñuel, y por una coherente asociación de ideas, las de Teresa de Calcuta – ¡ese ángel del infierno! – cuando aseguraba que ella no estaba en el mundo para acabar con la pobreza, sino para aliviar sus sufrimientos. ¡Y normal que así fuera!. Porque, aparte que no hay religión que incluya entre sus mandamientos fundamentales la abolición de la riqueza –ese es el auténtico problema y no la pobreza -, resulta que el Vaticano, además de ser uno de las mayores fabricantes de armas – controlan gran parte del accionariado de Beretta, entre otras empresas bélicas -, tiene presencia en prácticamente todos los organismos rectores de la banca y, que yo sepa, ésta se queda con un tanto por ciento de todas las transferencias de dinero, que, seguramente, se destinarán a aliviar también la pobreza… ¡de la Iglesia!.
Y eso sin entrar en detalles – no quiero que me tachen de mal pensado – referentes a la distribución de las ayudas y al poder que la Iglesia adquiere en los países afectados por la pobreza, dada su postura de repartidora de las migajas con que el primer mundo alimenta al tercero.
Estando en el Amazonas, un amigo mío, me contó el proceso de evangelización que sufrió su pueblo, una pequeña comunidad shuara, alejada de la civilización – es un decir – varios kilómetros río adentro. “Mire compadrito” – me decía – “Aquí bien supo llegar un curita joven y era pura bondad y arreglarnos los problemas a todos. Y así se hizo querido. Pero al tiempo, el obispo le botó y trajeron a otro que llegó con la Petrolera. Nosotros pensábamos que sería como el anterior y le hicimos caso. Así nos quitaron las tierras y ahora ya no hay sino miseria.”
Leyendo esto, no faltará quien diga – o piense, por lo menos – que hay quien sí hace una buena labor, pero la Iglesia es una organización – es más, un Estado soberano – y como tal debe ser tratada. Quienes pertenezcan a ésta, que carguen con sus culpas. La pobreza de muchos es la riqueza de unos pocos. Y entre esos pocos, en un lugar privilegiado del vergonzoso ranking, se encuentra la Iglesia católica – y las demás de otras religiones, por supuesto -.
Por eso no son de extrañar las palabras de Teresa de Calcuta, ni otras de San Martín de Thours: ” Si no hubiera pobres, ¿cómo podríamos ganarnos el cielo?”. No en vano a una la han hecho beata y al otro, santo.