Entre nosotros y centrando los ejemplos en la proliferación y multiplicidad de mensajes partidistas, es fácil rastrear las huellas de esta gran transformación. De Una, Grande y Libre o los rojos no llevan sombrero -locuciones-fuerza que tuvieron su efecto en los años de la posguerra- se ha pasado a expresiones de honda -y falsa- significación colectiva, Juntos podemos o Para que España funcione, llegando a la tautología, Cambio del cambio, o al minimalista y exquisito Zapatero presidente (ZP). En estos casos, la identificación del mensaje propuesto -repetido hasta la saciedad por todos los canales de divulgación- con los pilares éticos del libremercado global, a diferencia del capitalismo de corte familiar, proteccionista, del sistema anterior, ha impedido a los individuos abandonar este imaginario círculo de tiza resultando muy difícil, en la práctica, concebir un modo teórico y práctico -radical- de acercarse a las contradicciones estructurales del Estado neoliberal. Sin necesidad de detenernos en la cronología conocida, al ser designado por el caudillo sucesor a título de rey, el aleccionado monarca selló con siete católicas y militares llaves -recuérdese su medida aparición la noche del 23 de febrero de 1981 con los galones de capitán general- la posibilidad de un cambio de la forma-estado anterior. «Un sistema político como el actual que silencia el pasado de donde procede, se afirma como realidad presente en la misma medida que se niega como virtualidad futura», escribía García Trevijano en junio de 1985. El tránsito, por tanto, del régimen nacional-católico al sistema actual de partidos diseñado por los estrategas del franquismo -Fernández-Miranda, Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado, Tarancón y otros- con la aportación imprescindible de las estrellas neodemocráticas -Carrillo, González, Guerra, etcétera- condujo a la calma político-social requerida por el sistema-mundo capitalista para prosperar en armonía. El asunto de la modernización estaba lanzado -no es fácil bajarse de un tren en marcha- y llevaba varios lustros fermentándose. En realidad, como se ha apuntado, desde que los jóvenes tecnócratas del Opus Dei pasaron a controlar la economía nacional. Pese a la apariencia, pese a la omnipresencia de Franco, el desembarco de los integristas -cuyas relaciones siempre fueron complejas con el intocable Carrero Blanco- fue la primera piedra de la Transición: una manera diferente, acorde con el mercado, de afrontar el futuro. Con la llegada del lobby, y salvo algunas apariciones «estelares», el caudillo se dedicó a la pesca y la caza dejando el Estado en manos del empresariado. Eran los nuevos mandarines y condujeron la nave del franquismo, con destreza de consejo de administración, hasta la primera victoria electoral de UCD.
Después de la experiencia revolucionaria portuguesa de abril de 1974, con la alarma que produjo en EE.UU. y en muchos sectores de la oligarquía española, y teniendo en cuenta la avanzada enfermedad del dictador, las cabezas rectoras del entramado católico-empresarial fijaron -oídas algunas sugerencias del Departamento de Estado de EE.UU.- el marco de la futura transición. Era preferible estar preparados, conocer los deseos de las formaciones opositoras y contener los posibles excesos reivindicativos. Como es sabido, el debate entre reforma y ruptura, que tantas discusiones y documentos produjo, no dejó de ser un juego semántico. La llamada Transición se desarrolló dentro del seno del franquismo con el acuerdo cupular entre los epígonos del régimen (hacedores de la reforma) y la oposición (diques de contención). Cada cual asumió su cuota de responsabilidad en la desactivación social cumpliendo conforme a lo esperado -luego recibieron medallas y reconocimientos- su «misión». Al tiempo que los dirigentes del franquismo apaciguaban la inquietud de las fuerzas reaccionarias de Estado -una parte de la iglesia, banca y ejército- sobre el giro democrático y la continuidad que se avecinaba, la oposición, concentrada en «plataformas» y «platajuntas» con la hegemonía del PCE y la irrupción del recapitalizado PSOE de Suresnes, más algunas personalidades independientes, rebajaba la intensidad de las exigencias del pueblo soberano, una población sometida a 25 años de paz: aletargada por la furia de la represión y el miedo. En este sentido, merece la pena recordar dos textos diversos pero complementarios: Soberanos e intervenidos de Joan Garcés y El miedo en la posguerra de Enrique González Duro. Pese a la apariencia, en ningún caso la ruptura (imaginaria) planteada por algunos partidos, en escritos internos y ponencias de escasa repercusión, fue otra cosa que un intento de conquistar una mayor representatividad (mercado electoral) o una posición preponderante en el espacio de lo público (visibilidad). Las fuerzas del futuro arco parlamentario ya habían optado, tiempo atrás, por un proceso constituyente sin participación -como si eso no fuera un quebranto del principio jurídico básico que conforma la idea de poder constituyente- que garantizara el desarrollo en libertad y sin ira. Convertir la aspiración de las élites políticas y económicas del Estado -el franquismo ya era una rémora en su estrategia- en el deseo común de la ciudadanía y convencer, de forma simultánea, a la izquierda antifranquista de la necesidad del consenso, haciendo pasar los intereses de la burguesía urbana y de las altas capas de la clase media por los anhelos de la colectividad, fue una sutil operación de mercadotecnia política. Un modelo que luego haría las delicias de dictadores y cúpulas neoliberales de Latinoamérica: la expiación de la culpa colectiva e individual sin culpables.