Abordar la situación del movimiento obrero hoy en España exige dos cautelas. Primero, la complejidad del asunto a tratar debe llevarnos a superar las habituales referencias sobre la precariedad, la degradación de las condiciones laborales… Segundo, tampoco parece que sea oportuno plantear una radiografía a partir -y exclusivamente- de datos estadísticos. Resulta más plausible abordar ésta desde otros parámetros.
Desde una perspectiva histórica, lo primero que se nos aparece como hecho incontestable es una lectura en términos de derrota del movimiento obrero, desde, al menos, la firma de los Pactos de la Moncloa. Desdibujada la capacidad de atracción y fuerza real de la clase obrera, lo acontecido en estos años tampoco debería llevarnos a un análisis en términos fatalistas.
El capital acumulado durante la dictadura y los primeros años de la transición se ha perdido. No obstante, las amplias y rápidas transformaciones en el marco de la reestructuración del capitalismo español han consolidado -con todas las insuficiencias que queramos añadir- unas relaciones capital-trabajo y una ciudadanía laboral, que han supuesto la construcción de un inédito modelo de relaciones laborales en nuestra historia. A lo que cabe sumar lo que es sin duda la mayor herencia del movimiento obrero: la consolidación e institucionalización de un modelo sindical.
Sin embargo, creemos, que el debate es otro: ¿el movimiento obrero puede seguir considerándose el sujeto histórico central del proyecto socialista? Por el momento, y como principio de realidad, cabría apuntar, más aún en unos tiempos de zozobras ideológicas, como sin tener presente la centralidad del «mundo del trabajo», y las contradicciones de clase, no hay posibilidad de análisis crítico con el objeto de transformar esa misma realidad.
En esta labor de lo que se trata es de interrogarnos por la capacidad de reacción -y margen de maniobra- del movimiento obrero y del sindicalismo de clase. En una coyuntura marcada por los «cantos de sirena» de una crisis económica anunciada, y que en los últimos seis meses se está configurando también en «principio de realidad», el panorama, en todo caso, no ha variado sustancialmente. Ahora bien, en este nuevo y previsible «ajuste» económico, el «sindicalismo de clase» sigue apostando por un desdibujado y vacío «diálogo social». Y en esta no-respuesta encontramos otro hecho irrefutable: la «eliminación» de las capacidades defensivas de los intereses de clase por parte del sindicalismo. Llegados aquí la otra pregunta, también obvia, es ¿cuál será la situación límite para provocar una escalada de una conflictividad socio-laboral ya creciente?
En estas lecturas de las realidades, como avanzábamos, han intervenido no sólo las habituales consignas sino la elaboración de unos discursos más centrados en fenómenos culturales o coyunturales, que han desdibujado notablemente la proyección conflictiva de las relaciones capital-trabajo. Probablemente hemos empleado demasiado tiempo en analizar de forma concienzuda que es la precariedad-y todas sus ramificaciones-, así como las sucesivas reformas laborales, obviando, una vez más, lo que habría tenido que ser el núcleo duro del que parten estas mismas transformaciones.
Detengamos, aunque sea por un instante, en esta cuestión, ya que por esta senda podríamos encontrar algunas respuestas sobre los porqués de la falta de proyección del movimiento obrero en nuestros análisis y en la propia realidad, así como las causas de su permanente «crisis».
¿Qué hay detrás de la «cultura de la precariedad»? ha sido la otra cara de la moneda sobre la que en pocas ocasiones hemos reflexionado. En esta inversión del análisis de la realidad encontraríamos no sólo la reestructuración de las relaciones capital-trabajo, sino la reconfiguración del modelo de producción, que nos esboza a su vez dos cuestiones centrales: por un lado, la completa «metamorfosis» de la cuestión social -como anunciará Robert Castel-; y por otro la formación de todo un nuevo grupo social o subclase que más allá de estar constituido por trabajadores precarios/as, convive con una clase obrera y/o trabajadora socializada durante la dictadura, que a la postre ha fracturado su cohesión interna y cortocircuitado la transmisión de una memoria de lucha y experiencia militante.
Esta reorganización interna de la clase trabajadora -con unas fronteras borrosas entre la nueva y la vieja clase obrera- nos presenta otro hecho histórico indudable: la permanencia en lo fundamental de una estructura de clases, que a pesar de sus sobresalientes cambios cualitativos en su interior, se mantiene inalterada en lo numérico, aunque el incremento exponencial de la explotación del trabajo ha tenido como resultado su creciente empobrecimiento global. Con dos consecuencias paralelas: primero, la desaparición progresiva de la legitimidad social del Estado como garante del equilibrio de las relaciones capital-trabajo, y segundo, la imposición, prácticamente, incontestable de una lógica empresarial que domina todos los espacios de decisión económica, política, social y cultural.
En esta tesitura, la mutación frontal de los presupuestos de los que partía la generación de la izquierda anticapitalista protagonista de la transición ha sido de tal calibre, que el «armazón» central del pensamiento crítico se ha resquebrajado. No deja de ser contradictorio como las grandes preguntas que guiaron la acción política y sindical de las fuerzas transformadoras durante la dictadura, han dejado paso -sin contradicciones aparentes- a unos presupuestos minimalistas en donde la defensa de las conquistas alcanzadas se proyectan a medio plazo como los objetivos inmediatos. Diluyéndose a su vez, al menos, tres grandes cuestiones que deberían sustentar cualquier acercamiento mínimamente crítico al tema. En primer lugar, la centralidad de la cuestión obrera; segundo, la devaluación del conflicto laboral, junto con la normalización de la denominada «paz social», ha tenido la «virtud» de generar un microcosmos justificativo del actual estado de cosas; y tercero, el gran interrogante es sí podemos hablar de una «clase trabajadora», más allá de los presupuestos teóricos, que nos permitan vislumbrar, si bien no un grupo homogéneo, al menos un bloque que pueda considerarse el «sujeto histórico» del proyecto emancipatorio.
Asumir estos principios de realidad -y evitar proclamas sobre «retornos» gloriosos- se nos presenta como la mejor fórmula para dotarnos de unas herramientas analíticas con el objeto de recuperar y reconstruir la potencialidad transformadora del movimiento obrero como sujeto histórico del cambio social.
* Historiador