No sabe nadie cómo me molesta tener que dar la razón a esa pléyade de cabestros y voceros del fascismo europeo y en particular, a los nacionales del PP. Pero cuando se tiene, se tiene, y, de entre toda la sarta de mentiras que salen de su boca y medios de domesticación de masas -léase medios de comunicación- hay algo que sí es verdad. Me refiero a lo de la penetración en nuestro territorio de peligrosas bandas de delincuencia internacional.

Nadie se llame a engaño. No hablo de grupos de raterillos -o raterazos- más o menos pertrechados. Hablo en concreto de una auténtica organización mafiosa con ramificaciones que abarcan todos los estadios de nuestra economía y la mayoría de estamentos sociales. Una especie de pulpo que ha abrazado prácticamente todas nuestras actividades cotidianas apresando nuestra pretendida libertad entre sus tentáculos. Su presencia data de hace ya bastantes años. En un principio se trataba simplemente de una secta que practicaba ritos necrófilos, pero su manejo del miedo y la propagación de falaces teorías acerca del amor universal, bajo las que ocultan sus objetivos depravados, pronto la hicieron crecer a la vez que sus acólitos ocupaban cada vez puestos más altos en la organización social, sin respeto alguno por fronteras o peculiaridades culturales.

Originarios del Asia Menor, no tardaron en extenderse por el resto del mundo llegando a tener incluso un país propio, pequeño en territorio pero grande en poder decisorio y económico, desde el que controlar todas sus operaciones delictivas. Algunos de sus miembros son reconocibles por su vestimenta, siempre de colores más bien tristes, opacos y aburridos; los hombres largas sayas y las mujeres, aparte de éstas, mantos sobre sus cabezas. Pero sin embargo abundan quienes se camuflan luciendo un simple traje negro o, la mayoría de las veces, ropajes comunes, con lo que se hace difícil su identificación, hecho que les hace, si cabe, aún más temibles.

Supuestamente rinden culto a una extraña familia compuesta por un sanguinario barbudo, su hijo – de reconocidas costumbres masoquistas -, una paloma políglota y una mujer que defiende la ablación como método purificador, pero en realidad es el dinero quien preside todos sus actos. Sus métodos son crueles y recorren una amplia gama de perversiones para perpetuar su poder, que van desde la tortura, la hoguera y otras variadas y múltiples formas de asesinato, al genocidio y el lavado de cerebro, amparándose en una engañosa certeza sobrenatural y el beneplácito de las autoridades sometidas a la fuerza de su dominio.

Sus actividades son múltiples. Históricamente se han dedicado a la usura y sobre todo al tráfico de esclavos, a los que arrojaban – y arrojan – a las fauces del voraz mercado con la promesa de un mundo mejor al que se accede, mediante la sumisión, después de la muerte. Sin embargo, nada que reporte beneficios se les escapa: guerras, pornografía -sobre todo la infantil-, industrias, evasión de impuestos, robos, dudosas transacciones comerciales, saqueo, destrozo del planeta en pro de sus inversiones inmobiliarias, estafa, comercio del dolor, fomento de la ganadería humana con los fines más imaginablemente malignos, tráfico de obras de arte, incitación al odio, machismo, colonialismo, desprecio, racismo, sevicias, injerencia en la vida pública y privada, calumnias, fraude,…

De todas maneras, aunque su poder material y físico sea innegable, su fuerza radica en la utilización viciosa que hacen de la infancia y la enfermedad, habiéndose apropiado de importantes espacios de la educación y monopolizando una suerte de cultura del sufrimiento, confundiendo así la faz de sus delitos con costumbres y tradiciones.

Su organización es piramidal, esto es, profundamente antidemocrática y aunque existe la figura de un Jefe Supremo, la dirección es colegiada. Sus integrantes, a la manera militar, se dividen en grupos que reciben nombres diferentes dependiendo su dedicación, actividad, grado de implicación o postura jerárquica.

En nuestro país, a los más peligrosos, se les conoce como Conferencia Episcopal.