Poco a poco la poesía se va arrinconando y oscureciendo en un mundo en el que predomina la ley del mercado. Escribir y editar poesía, hoy día, es un acto heroico. En las librerías, por ejemplo, se le conceden varios anaqueles perdidos entre las novedades impuestas por la publicidad y en los suplementos literarios, una reseña excepcional. Otros géneros literarios imponen sus gustos y sus normas mientras el poeta se abre paso en medio de una mayoría sorda para una minoría más fiel que selecta. Esta pequeña reflexión nos ha surgido cuando nos hemos propuesto rememorar una vez más la poesía de Miguel Hernández, un poeta al que las nuevas generaciones, tan ávidas de emociones fuertes, se deberían acercar por su trascendencia lírica y épica.

Sobre su vida y su obra se han escrito innumerables artículos, ensayos, tesis doctorales, y biografía. También se ha llevado al cine su peripecia vital. Por esto, transcribimos la siguiente nota autobiográfica publicada en Nuestra Bandera (28-8-1937) que resume su concepto y función de la poesía: «Nací en Orihuela hace veintiséis años. He tenido una experiencia del campo y sus trabajos, penosa dura, como la necesita cada hombre, cuidando cabras y cortando a golpes de hacha olmos y chopos, me he defendido del hambre, de los amos, de las lluvias y de estos veranos levantinos, inhumanos, ardientes. La poesía es en mí una necesidad y escribo porque no encuentro remedio para no escribir. La sentí, como sentí mi condición de hombre, y como hombre la conllevo, procurando a cada paso dignificarme a través de sus martillazos. Me he metido con toda ella dentro de esta tremenda España popular, de la que no sé si he salido nunca. En la guerra, la escribo como un arma y en la paz será también un arma aunque reposada. Vivo para exaltar los valores puros del pueblo, y a su lado estoy dispuesto a vivir como a morir.»

Como podemos apreciar, la poesía es en Miguel Hernández como un destino y necesidad no sólo de comunicación sino también de confraternización.

Del territorio moral y existencial de sus heridas, reiteradamente enunciadas y cantadas, nace la radicalidad de todas sus experiencias poéticas. No dejaremos de repetir que pese a la opinión de Luis Cernuda, en Miguel Hernández existe una voluntad artística desde sus inicios fraguada, primero, en su aprendizaje de los clásicos españoles, y, posteriormente, en una poesía enraizada en el concepto nerudiano de poesía impura y en la escritura surrealista de Vicente Aleixandre. En su reseña a «Residencia en la Tierra» de Pablo Neruda destaca la consonancia que existe entre lo que se canta y cómo se canta: » [P. N.] Rehuye la crueldad del perfil; le repugna el frío de la meditación y lo artificioso: la forma obstinada. La poesía no es cuestión de consonante: es cuestión de corazón» porque su voz «es un clamor oceánico, que no se puede limitar; es un lamento demasiado primitivo y grande, que no admite presidios retóricos.»
Un par de años antes, tenemos otro documento de Miguel Hernández que ha sido considerado como su Poética. En él se pregunta qué es un poema.

En él nos habla de artificiosidad, de «bella mentira fingida,» y de «verdad insinuada.» Es lógico que en un momento en el que el culto a la metáfora auspiciada por la doctrina orteguiana de la deshumanización del arte, una conciencia poética más proclive a un nuevo romanticismo se incline por el misterio, el secreto del poema: esfinge, afirma él. Sin embargo, esta formulación tiene su excepción o su variante. Se refiere, concretamente a lo que él llama poesía profética. Aquí todo debe ser claridad porque no se trata de ilustrar sensaciones, de solear cerebros con el relámpago de la imagen de la talla, sino de propagar emociones, de avivar vidas. De aquí surge una admonición: «Guardaos poetas, de dar frutos sin piel, mares sin sal.» Esta dualidad nos pone de relieve una tensión que será la energía de una trayectoria poética que se va debatir constantemente entre lo que podemos llamar poesía culta y poesía popular que, en circunstancias excepcionales, tanto en la práctica como en la teoría, desembocará, después de un largo camino, en la dilucidación que existe entre arte y compromiso político.

Este camino se inicia con la avidez de materializar en palabras la necesidad expresiva y comunicativa a través de la poesía. No creemos necesario hablar de autodidactismo en Miguel Hernández. El primer libro que publica «Perito en luna», enero de 1933, anuncia ya una vocación y un aprendizaje. Es un poemario de juventud y condicionado por la tendencia del gongorismo de la Generación del 27 en el que la metáfora es el soporte de cada poema compuesto en octavas reales. El poeta ha trasmutado la realidad en una realidad poética encerrada en sí misma que provoca emoción por su rígido hermetismo. «Perito en lunas» no dejó satisfecho a su autor. Sus anhelos y sus nuevos descubrimientos poéticos serán decisivos para «negar» su etapa anterior sin perder la mejor tradición del Siglo de Oro. Después de varias tentativas, en 1936, aparece uno de los libros más importantes del siglo XX. Estamos hablando de «El rayo que no cesa» donde ya queda lejos la «poesía pura» para poetizar de un modo radical el sentimiento amoroso.

Neorromanticismo, sí, pero desde una conciencia existencial que se debate entre la necesidad erótica y su trágico hostigamiento: «Este rayo ni cesa ni se agota: // de mí mismo tomó su procedencia // y ejercita e mí sus furores.

Esta obstinada piedra de mí brota // y sobre mí dirige la insistencia // de sus lluviosos rayos destructores.» Si pudiéramos resumir sus poemas en un verso, el de Francisco de Quevedo, «Hay en mi corazón furias y penas,» sería el más certero. La producción posterior de Miguel Hernández está marcada por aconteceres históricos y personales, es decir, Guerra civil, enfermedad y cárcel que se concreta fundamentalmente en «Viento del pueblo,» «El hombre acecha» y «Cancionero y romanceo de ausencias.»

«Viento del pueblo» se abre con una dedicatoria a Vicente Aleixandre que puede considerarse como una confesión programática: «Vicente: A nosotros que hemos nacido poetas entre todos los hombres, nos ha hecho poetas la vida junto a los hombres (…) Nuestro destino es parar en las manos del pueblo(…) Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas.» Cualquier análisis de sus poemas se articula en conseguir una comunicación directa más por la vía oral que por la escrita. En el siguiente libro, «El hombre acecha» baja el tono de exaltación propagandística pero con una inflexible esperanza. La guerra ha ido dejando demasiadas tragedias. Sin embargo, en su último poema, «Canción última,» el fervor permanece incólume: «Florecerán los besos // sobre las almohadas. // Y en torno de los cuerpos // elevará la sábana // su intensa enredadera // nocturna perfumada. // El odio se amortigua // detrás de la ventana. // Será la garra suave. // Dejadme la esperanza.» Y, por último, «Cancionero y romancero de ausencia,» un poemario escrito entre 1938 finales de 1939 en donde se dan cita no sólo los avatares de la guerra, sino también circunstancias personales.

Intimismo y denuncia social implícita en breves poemas de carácter popular intensificado en desnudez y concentración para no dañar la dimensión de lo trágico que se resiste a admitir: «Soy una abierta ventana que escucha, // por donde va tenebrosa la vida. // Pero hay un rayo de sol en la lucha // que deja la sombra vencida.»