Como la creación de crédito es una iniciativa privada, habitualmente en las épocas de expansión del ciclo se genera más crédito del que se requiere para realizar la valorización del capital, y el excedente se utiliza para inflar artificialmente el precio de los activos financieros (acciones, títulos de propiedad etc.), lo que Marx denominaba «capital ficticio». Las propias contradicciones del sistema generan un cambio de tendencia en el ciclo económico. Cuando esto ocurre, el crédito se corta de golpe, y se produce una masiva depreciación de los activos, que termina afectando también a los activos reales. La desaparición de una parte del capital productivo – y de gran parte del capital ficticio- hace que los precios retornen a niveles en línea con los valores reales, y el ciclo expansivo de la acumulación se retoma. Por lo tanto, la profundidad de la crisis o recesión depende sobre todo de dos factores: a) el nivel que haya alcanzado la sobreproducción de capital y b) la distancia entre los precios de mercado y los valores reales de los activos. Ambos factores parece que han sido muy elevados en la actual coyuntura mundial, y por eso el batacazo es muy fuerte.

En el caso de España, además se ha aprovechado el disponer de una moneda respaldada por una de las principales potencias exportadoras del mundo (Alemania) para apuntarse al sistema de consumir a crédito en un volumen mayor que el de cualquier otro país del mundo (más incluso que en Estados Unidos o Gran Bretaña). Hasta el año 2000, el déficit comercial español era inferior al de países como Gran Bretaña, Nueva Zelanda, Portugal, Polonia, México o Turquía, con un valor medio de unos 8 mil millones de dólares al año. En el año 2000, se elevó a más de 23 mil millones de dólares, y el año pasado superó los 150 mil millones de dólares. Desde la puesta en marcha del euro, los ciudadanos españoles hemos consumido a crédito del extranjero por importe de más de medio billón de dólares corrientes, es decir más del 6% de nuestro PIB (el doble que Estados Unidos). Al menos dos millones de empleos dependen directamente de esta línea de crédito exterior, que algunos consideraban inagotable.

Esta excesiva disponibilidad de capital de crédito se ha traducido en un consumismo desenfrenado se ha podido mantener porque pagamos con euros, es decir, la moneda de Alemania, tercer gran exportador mundial, pues de haber seguido con la peseta, el dólar cotizaría ahora a no menos de doscientas pelas, y el ajuste consiguiente nos hubiera librado hace años por ejemplo de miles de kilómetros cuadrados del cemento que inunda nuestras tierras urbanas, urbanizables y en lista de espera para sucumbir al empuje del ladrillo, aparte de otras cosas más apetecibles, como la orgía de vehículos de gran cilindrada importados, varios centenares de miles de puestos de trabajo, o una parte sustancial de los inmigrantes que contribuyen a sanear las cuentas de la seguridad social española.

En 2007 ese crédito lo otorgaron los inversores internacionales, en forma de más de 100 mil millones de euros de inversiones netas en cartera (capital de corto plazo). Pero en 2008 esta fuente se ha secado, y las entradas de capital de corto plazo se han reducido hasta poco más de 10 mil millones, lo que está obligando a aumentar el crédito comercial y los préstamos de corto plazo (más caros) y a tirar de las reservas del Banco de España (reducidas en más de 30 mil millones de euros en los dos últimos años), para intentar cuadrar las cuentas exteriores, lo que se está demostrado harto complicado.

Por lo tanto, y este es el dato nuevo en el funcionamiento de la economía española, no hay crédito exterior. Y ante esta situación, solo hay dos alternativas: o dejar desaparecer esos dos millones o más de empleos, al mismo tiempo que se produce la masiva devalorización del capital, o encontrar una fuente alternativa de crédito en el interior de la economía española que permita compensar al menos parcialmente la dinámica del ciclo económico. Ello requiere sustituir el endeudamiento exterior por deuda pública.

Esto es lo que dice el gobierno que está intentado, pero para ello ha inventado un procedimiento harto curioso: por un lado, le da dinero a las entidades de crédito para que dinamicen la actividad económica (50 mil millones de euros para que el estado adquiera activos financieros y sanear el activo de las entidades, 100 mil millones en avales del Estado para que bancos y cajas intenten conseguir financiación del mercado).

Pero por otro lado, atrapado en la ideología neoliberal del equilibrio presupuestario, el gobierno le solicita a esas mismas entidades, directamente y a través de los fondos de inversión que gestionan, que adquieran títulos de deuda del estado para cubrir el déficit fiscal en el que incurre el estado para financiar esas ayudas. Con lo cual, lo que da con una mano, lo quita con la otra, y por lo demás, todo es quejarse de que las entidades de crédito no financian suficientemente la producción y el consumo de largo plazo de empresas y familias. ¿Y porqué iban a hacerlo, si el gobierno les ofrece una inversión sin riesgos y rentabilidad en alza, en un momento en que las entidades financieras huyen del riesgo como gato escaldado del agua fría?

En realidad, los bancos están aprovechando el aumento de la oferta de deuda pública para reestructurar sus fondos de inversión hacia otros de menor riesgo, a fin de dar garantías a sus clientes, que tampoco están para seguir apostando a la ruleta del alto riesgo/alta rentabilidad, después de la que ha caído. Y necesitando modificar la composición de su activo, cargado de títulos y valores inmobiliarios en proceso de depreciación acelerada, los títulos de deuda pública se convierten en un valor refugio inmejorable.

La cosa podría funcionar si el gobierno tuviera capacidad para otorgar directamente el crédito a las empresas y familias. Pero esta es una posibilidad que fue suprimida del catálogo por los gobiernos de Felipe González, el cual recibió de la UCD un Instituto de Credito Oficial que otorgaba más del 9% del crédito nacional y se lo entregó al PP convertido en una entidad raquítica, que apenas gestionaba un 1,5% del crédito doméstico. Los liberal-conservadores de antaño y los social-liberales de hogaño, no han hecho otra cosa que mantener en la marginalidad al ICO, institución ahora incapaz de llevar a cabo la tarea que la banca privada se niega a asumir. Ya que el gobierno actual no gestiona por su mediación ni siquiera el 1% del crédito.

También podría el gobierno nacionalizar algunas entidades con problemas y gestionar desde ellas el crédito al sector productivo, como han hecho sin ir más lejos sus compañeros de ideología en Gran Bretaña. Pero eso sería una decisión inaceptable para su principal valedor dentro del el sistema financiero español, de todos conocido y cuyo nombre podemos obviar porque seguro que todos los lectores saben de quien hablamos. Por otro lado, aunque el gobierno reconoce haber autorizado la adquisición de participaciones preferentes y cuotas participativas en entidades de crédito, no hay un fondo comprometido, y parece que se plantea más como otra medida de ayuda con dinero público al saneamiento de entidades de crédito privadas, que como un intento de socializar la gestión del crédito, que eso sí sería una alternativa de calado.

Más de la mitad de los depósitos de los españoles están en entidades públicas, las Cajas de Ahorro, que teóricamente podrían ser un buen instrumento para canalizar vía decreto el dinero de los ciudadanos recolectado por el gobierno, hacia la inversión productiva… si no fuera porque, en otra demostración de la ineficiencia del sistema post-feudal en que va camino de convertirse la administración pública española, cada caja es un reino de taifas al servicios de los poderes fácticos locales, buenas para ejercer de Don Tancredo, pero poco dadas a innovaciones y riesgos y por supuesto sin ninguna capacidad de actuar en conjunto y menos coordinadas por una autoridad central.

Tampoco vale de nada quejarse de que un buen gobierno debería haber previsto que todo lo que sube rápido, la palma de golpe, y aprovechar los años de dinero fácil para establecer un sistema fiscal moderno, capaz de reducir las bolsas de fraude y dinero negro, y de recaudar lo suficiente para desarrollar un sistema de gasto público que cubriera todos los déficits que tiene la sociedad española y fuera capaz de controlar la inflación de precios en los activos financieros e inmobiliarios. Por el contrario, los sucesivos gobiernos liberales de uno y otro partido se han dedicado a desfiscalizar la inversión financiera y a facilitar el descontrol inmobiliario.

Y ahora no cabe dar marcha atrás, porque la coyuntura no lo permite. Como mucho, el gobierno puede mendigar a los poseedores de los maletines llenos de billetes de 500 euros que los coloquen en deuda pública, promoviendo de paso algún tipo de amnistía fiscal y jurídica. Eso podría descargar en parte a las entidades de crédito de la necesidad de comprar los títulos de deuda, y canalizar algo más del dinero puesto a su disposición al crédito a la sociedad, y algo menos a su propio saneamiento. Y poco más. Porque las alternativas a los problemas de coyuntura, que requieren actuar rápido en el corto plazo, se reducen cuando en el largo plazo se ha ido desmontando las estructuras de intervención del estado, en materia fiscal, de crédito, de recursos humanos y de capacidad de gestión. Y lo que quedaba, se ha troceado a mayor gloria de las nuevas élites de provincias. Todo el poder al mercado ha demostrado ser una pésima receta, y lo malo es que al final, la intoxicación especulativa la van a purgar los de siempre.

* Profesor Economía EHU-UPV