Para crear un texto teatral sólido se necesitan, entre otras cosas, unos personajes verosímiles, una trama que mantenga el interés, unos diálogos sustanciales y una línea argumental que marque un antes y un después en la capacidad de reflexión del público: una buena obra, claro está, debe conseguir que algo cambie en nuestra cabeza. Por esta razón, tras la lectura de «El refugio» (Ediciones GPS, 2009), primer premio de literatura dramática de la Sala «Margarita Xirgu», de Alcalá de Henares, no queda duda de que Matías Escalera Cordero sabe exactamente lo que se trae entre manos. Pero esos elementos no son, en absoluto, lo imprescindible: la diferencia principal entre un texto teatral y un texto de cualquier otro tipo es el llamado conflicto dramático. Para entendernos, diremos que, teatralmente hablando, el conflicto es lo que sucede cuando nos encontramos con un elemento X, representante del statu quo -esto es, de lo «dado por establecido e inmutable»-, que es cuestionado y desafiado por un elemento Y, que pretende, precisamente, desestablecerlo y cambiarlo. De la unión de luchas, estrategias, opiniones, claudicaciones, derrotas y/o triunfos es de donde surge la teatralidad. Por esta razón, tras la lectura de «El refugio» no queda duda de que Matías Escalera conoce perfectamente los requisitos para crear un texto dramático consistente y duradero.

Todo teatro, por tanto, necesita un conflicto. Todo conflicto implica una lucha. Toda lucha es un germen de revolución. Por esta razón, tras la lectura de «El refugio» no queda duda de que Matías Escalera necesita el teatro como modo de expresión. En «El refugio» asistimos a una lucha perpetua: lucha abierta entre todos los personajes que vemos ante nosotros, lucha individual en el interior de esos mismos personajes, y lucha -en realidad, agresiva amenaza innominada y violencia desatada- de unos personajes externos a la escena, pero integrantes de la escena misma, que ni siquiera llegamos a conocer del todo, pero de los que intuimos lo suficiente. Nos encontramos, por tanto, con una suerte de casa tomada apocalíptica donde no importan los agresores sino las consecuencias incalculables de su agresión: el miedo, la incomprensión social, la agonía de la utopía frente al mercado feroz… El hombre, ya lo sabemos, es un lobo para el hombre, pero el texto de Matías Escalera nos recuerda que no siempre la jauría es más cruel que el individuo aislado frente a una situación incontrolable. Y es que la sociedad nos prepara para que el caos nos asuste, pero no cuenta con nuestro propio e inseparable caos, el que se abre en nuestro interior cuando menos lo esperamos. Un caos al que arrastramos a quien se encuentre en ese momento a nuestro lado, porque el infierno no son sólo los otros: a veces lo somos nosotros mismos.