Josefina Samper vive en una casa más grande y más vacía. El cuarto piso en Carabanchel -sin ascensor- dificultaba aún más los últimos meses de Marcelino y cuando Toxo fue a visitarles facilitó el cambio de vivienda. En su barrio de toda la vida era difícil encontrar donde vivir. «La gente se hace mayor y no se deshace de los pisos bajos», explica Josefina con una deliciosa sonrisa arqueando cejas y cuello. Así que al final se mudaron a Majadahonda, cerca de sus hijos Yenia y Marcel.
Desde hace un mes, en esta casa, de Marcelino Camacho ya sólo quedan las fotos, su habitación y una enorme ausencia. La habitación del inquebrantable camarada la organizaron sus hijos. En las paredes, destaca el premio a la Coherencia, que fue el que siempre tuvo en más estima. Sobre la mesa, libros y cajas de documentación… Marcelino, cuenta Josefina enseñándome la casa, nunca quiso entrar en esa habitación, y ni ella sabe el porqué.
También quedan los jerseys de lana que Josefina tiene tendidos para José, el cuidador que les ha atendido durante los últimos meses y del que Josefina no piensa separarse. «Con el frío que hace y el chico anda sin jerseys». Josefina le está tejiendo uno. Ya lo tenía terminado pero lo deshizo porque no le gustaba. Ha empezado de nuevo. «Nadie va a preguntar el tiempo que he tardado».
Cuando llego, Josefina deja las agujas sobre la mesas para comenzar a tejer otras cosas: recuerdos que llenen la ausencia. Escoge los mejores, los que necesita, pero son también los que definen la esencia de dos vidas fusionadas durante casi 70 años: la suya y la de Marcelino. Josefina habla de su infancia en Orán (Argelia) como emigrante económica. Nació en las Alpujarras almerienses pero se tuvieron que ir cuando ella era muy niña porque no había trabajo. La emigración no fue fácil. Sólo había un 12% de plazas escolares y de puestos de trabajo para los emigrantes, recuerda. Así que hasta el tercer año no consiguió entrar en la escuela.
A los 12 años se incorporó a las Juventudes Socialistas Unificadas, en el momento en que llegó la inmigración política. Rememora la historia de un barco lleno de republicanos, anclado lejos del puerto porque el gobierno de la Francia ocupada no le dejaba atracar. Estaba tan cargado que parecía que se hundía. La inmigración alquiló barcas y los niños, a los únicos que les permitían montarlas, les acercaban cada día la comida y el dinero que iban recolectando por las tiendas «para los emigrados políticos». Dice, riendo, que nunca aprendió a nadar del miedo que desde entonces le cogió al agua. Pero es a lo único que le ha tenido miedo en la vida.
En Orán también vivían todos los hermanos de Santiago Carrillo (menos él) y fue el mayor el que le planteó que ya era hora de entrar en el Partido. Así que un día llegó a casa y dijo «padre, me he afiliado al Partido Comunista de España. Y a usted también». Su padre, Sebastián, empezó a trabajar en la mina cuando tenía 8 años, y lo que aprendió lo tuvo que hacer por sí mismo. Siempre se había sentido republicano pero nunca había militado.
Josefina, luchadora y emprendedora, distribuía clandestinamente España Popular, organizó a los críos del barrio para avisar con latas a modo de tambor cuando llegaba la policía en busca de los republicanos escondidos, y creó hasta una especie de cooperativa con la que sacó adelante su casa, y la de muchas otras familias, sobre todo de emigrados políticos. Consistía en hacer zapatillas de rafia. Un exiliado político hacía las suelas. Ella conseguía la rafia donde podía. Luego cada uno ganaba en función de los pares de zapatillas que hacía, y la que menos sacaba era ella que además tenía que buscar quien las comprara, «pero no me importaba».
Un día el Partido le pidió que preparara un aperitivo en el local del barrio para tres presos que se habían escapado del campo de concentración. Uno de ellos era Marcelino. No pesaba ni 28 kilos. No tenía más que pelo… y un mono con la «P» de preso». Así es como le conoció. Se siguieron viendo en los actos y reuniones «hasta que un día me llamó, me preguntó si tenía novio, le contesté que no me había dado tiempo más que para trabajar y tirar para adelante. Me dijo que si dábamos un paseo», y sin perder tiempo le pidió noviazgo. Josefina no lo dudó. Sabía que aceptar aquella propuesta significaba una vida de lucha, pero Josefina ya hacía tiempo que estaba en ella. «Yo tenía muy claro que sólo me iba a casar con un hombre con el que compartiera mis ideas».
Y con el noviazgo llegaron los potajes de la señora Piedad, la futura suegra, y, con ellos, en seis meses Marcelino engordó 20 kilos. Se casaron y muy pronto nació Yenia. Josefina le planteó a Marcelino que quería tener un hijo rápido. El camarada estaba en lista de espera para entrar a España por los Pirineos y ahí caían casi todos…. Tantos que al final se suspendió el plan. Luego nació Marcel. Y poco después volvieron a España con el primer indulto de Franco, que fue para los fugados de los campos de concentración.
Llegaron a Lavapiés a casa de una prima de Marcelino. Allí pasaron tres años difíciles. Como veníamos del extranjero pensaban que teníamos dinero. Y habíamos llegado con lo que nos dio mi padre. Yo hablaba mal castellano, y aunque era de Almería me consideraban la extranjera.. Eramos conscientes de que lo íbamos a pasar mal. Luego, con la ayuda de uno de los tres que se escaparon con Marcelino, pudieron irse a Carabanchel, donde vivieron hasta hace pocos meses. «La prima me decía que por qué nos teníamos que ir al pueblo, como lo llamaba ella. Y yo le contestaba, mira Felisa, yo me entiendo». Estaba cerca de la cárcel y si caía preso y no yo no tenía dinero para el autobús, siempre podría ir a verle andando. Y continúa. «Mira, llegamos a Madrid un día por la mañana, y por la tarde ya teníamos una cita en El Retiro para ponernos en contacto con el Partido… que si habría un hombre, así, en un banco con un sombrero en la rodilla…. Y allí nos íbamos con los niños, que decían ¿quién son mamá, quién son? Y yo contestaba, pues los primos. Y así una y otra vez. Y los niños ya decían, mamá no tenemos dinero pero somos millonarios en primos.
Dinero nunca sobró pero Josefina hacía maravillas. Cosía pantalones en casa. «Alguna vez intentaron presionarme en Comisiones para que Marcelino les subiera el sueldo» y Josefina explicaba que estaban empezando y no se podía. «Decían que a ellos no les llegaba y que yo cómo lo hacía. Y yo les contestaba, pues hago la vuelta al ruedo» Y les explicaba «Donde yo vivo hay un mercado que tiene un bajo y un primer piso. Me ando toooodo el bajo mirando los precios, y luego subo la escalera y me ando toooodo el primero, y donde está 50 céntimos más barato voy llenando la bolsa. Y así lo he hecho siempre». Teníamos menos que ellos. Marcelino decía, bueno es que ellos tienen hijos… y los nuestros ya eran mayores.
Josefina va dando pinceladas por aquí y por allá y con ellas va pintando el retrato de su vida, que es la suya y la de Marcelino y que a mí me recuerda esa foto de los dos sonrientes, Marcelino con un teléfono de los de entonces en la mano, celebrando su salida de la cárcel. Pero en este lienzo, como en el jersey que teje, quedan agujeros por los que se cuela el frío del vacío. Entonces Josefina abre un paréntesis dolido «!Le echo mucho de menos, muchísimo!» pero un minuto después retoma el ánimo y la sonrisa, y seguimos hablando y riendo con sus mejores momentos, todos ellos lejanos en el tiempo. Como ella dijo en la despedida de Marcelino. «Cuando uno se cae, se levanta rápido y anda». Y es lo que hace ella. Lo que siempre ha hecho.
Jamás aceptó dinero del Partido. «Mi padre y mi hermana, que estaban en Toulouse venían cada 6 meses y traían dinero y yo con eso me apañaba para nosotros y para otros presos. «!Tu no sabes las cuentas que yo he hecho!. Y, además, todos los que venían de fuera comían en mi casa. Para eso compré yo una olla grande. Carabanchel era una cárcel de paso, no de cumplimiento, así que había gente de toda España y todo el mundo venía a mi casa». A comer y a dormir. En esos casos se acostaban a lo ancho y colocaban sillas para los pies. La olla también se estiraba. «Cuando venía la suegra me decía desde el balcón «hija que no me has dicho que hago de comer» Y yo le contestaba, «pues ya le he dejado la olla preparada, y me respondía ¿y qué hago? Pues usted va mirando por la ventana y si ve que viene gente le va echando agua, y si no, pues la tomamos un poquito más sustanciosa. Y cuando la olla viajaba a la cárcel, ahí colaboraba hasta el carnicero, «me decía, cuando vaya me avisa que la preparo recortes de los filetes y me daba paquetes de dos o tres kilos por 15 pesetas.» Luego el viaje. Unos taxi no la cogían y otros hasta metían la olla en la cárcel. Allí ya estaba el funcionario, con dos presos comunes esperando la famosa olla de Josefina para pasarla al control.
Y cuando iban a la cárcel, Josefina se ponía seria como nunca con las compañeras de los otros presos. «Aquí de llantos nada. Aquí sólo cantos. Y haciendo palmas. «Es que alguna ya iba preparando el pañuelo para echar las lágrimas. Yo les decía de eso nada, eso te lo llevas para tu casa. Ellos están deseando verte y lo primero que te miran es la cara a ver si vienes sonriente o triste. Cuando Marcelino preguntaba cómo van las cosas, yo decía ¡Todo bien! y bastante tenían con que casi no podemos ni hablar. Hicimos hasta una huelga por las condiciones de los locutorios, que es que ni nos entendíamos. Llegábamos, saludábamos y nos volvíamos, y claro que nos quitaron los alambres y los pasillos».
«Si vieras las limas que yo he roto. Hacía una rajita, riqui riqui riqui… y por ahí, mientras le iba contando tonterías, le he pasado números enteros de Nuestra Bandera y de Mundo Obrero. Y como también le hacía los pantalones, le ponía unos bolsillos muy largos hasta lo rodilla y ahí los iba guardando él.» La pregunta inevitable es «Josefina, ¿pero no se daban cuenta?», entonces ella se recrea con una cría traviesa orgullosa de una hazaña extendiéndose en la contestación «!Es que estaba muy bien hecho!». Y ríe una vez más. Eso sí, nadie les quitaba ese sitio, el de la ranura secreta, «era el sitio de Marcelino Camacho». Y Josefina no contaba nada a nadie. Luego le pasaba rollos de celo siguiéndole la corriente a los funcionarios, «pues eso digo yo, que no sé para qué querrá este hombre tanto celo». Y con ese celo Marcelino, en la celda, iba reconstruyendo las publicaciones del Partido.
«Marcelino nunca se enfadó con nadie. Ni conmigo. Yo lo intentaba pero nunca lo conseguía. Lo primero que me decía era, pero con una cosa tan insignificante te pones así… ¡Con las cosas tan importantes que hay en la vida!. A veces venía alguien para que le resolviera un problema y cuando se iban yo le decía a Marcelino, ¿y eso es un problema? Pues si le hubiera tocado uno de los nuestros, ¿qué hubieran hecho? Y me decía con mucha tranquilidad. «Para ti no es un problema, pero para ella sí, y como es un problema vamos a intentar resolvérselo» Y yo me decía, ¡anda toma, ya te ha dado otra lección!.
Al final de la conversación, una llamada de teléfono. Es Natalia Figueroa, que llama para ver que tal van las cosas. «Viene a visitarme todas la semanas». Marcelino y Josefina se llevaron bien con todo el mundo y mucha gente le admiraba. La amistad de Natalia y Rafael creció durante décadas y la foto de sus nietos está en el mueble del salón, junto a los hijos de Marcelino y Josefina, de sus nietos, de sus bisnietos y de la foto de boda. También tiene en la repisa un homenaje a Julián Grimau en forma de pequeño busto. Josefina lo levanta con cariño «¡qué injusticia más grande se cometió con este hombre! Y un recuerdo a la madre de Víctor Díaz Cardiel, en una foto, de espaldas, abrazando a Marcelino y Josefina a la salida de Carabanchel. «Siempre que un preso salía de la cárcel allí estaba ella en la puerta para recibirle».
Renuncio a imaginar cómo hubiera sido Marcelino si no hubiera existido Josefina, pero se que Marcelino no hubiera sido el mismo histórico líder que conocemos si no hubiera tenido el apoyo infinito e incondicional de esta compañera luchando toda una vida codo a codo con él.