«Un grupo que era como una persona», dice. El grupo al que se refiere era el de los escritores a los que el amor por la literatura, el anhelo de aire fresco y el antifranquismo unió en medio del Madrid de principios de los sesenta.

María Jesús Martín Ampudia, traductora -de hecho, nuestra mejor traductora de Bertolt Brecht-, compañera del novelista Juan García Hortelano, cultivadora de la conversación inteligente y franca, magnífica lectora. Habla de Gabriel Celaya, y de Amparitxu Gastón, y de todos aquellos creadores que trataban de sobreponerse a la asfixia de la dictadura compartiendo su rebeldía congénita, a menudo racionalmente furiosa, y su búsqueda de la libertad. Para recordar a Celaya es preciso volver la mirada hacia todos ellos: Caballero Bonald, Juan Benet, García Hortelano, los Goytisolo, Carlos Barral o, más próximo a la generación de Celaya, Blas de Otero.

«Se fue haciendo un bloque por la militancia y por lo que arrastrábamos, de las familias, de los padres, de las cárceles; todos teníamos cárceles». Dice María que, cada vez que se encontraban dos o más amigos, proyectaban fundar el partido, y luego daban con otros que soñaban con lo mismo. Había que hacer algo, con urgencia, pronto, antes que ahogarse en medio de una sociedad pacata y gris («en medio de la infinita grisalla cotidiana», que diría Máximo Gorki). Pero «el partido ya existía, claro.» Y por allí rondó el infatigable organizador del mundo de la cultura, Armando López Salinas. Les unía el recuerdo y la reivindicación de la República -«todos veníamos de la República, más o menos»-, las ganas y el talento para contar la verdad, a pesar del peligro que entonces entrañaba hacer visibles los feos desgarrones del régimen; y también, por supuesto, el placer de vivir y de compartir la vida.

En 1956, poco antes de que la mayoría de los escritores de Madrid hubiese comenzado a publicar de manera regular, se instalaron aquí Gabriel y Amparitxu. Ellos dos eran también, asegura María, «una sola persona.» «No veías a uno si no veías al otro.» Gabriel se había separado de su anterior esposa, Julia Cañedo, con la que había tenido dos hijos; había abandonado su trabajo de gerente de la empresa familiar y había decidido dedicarse en exclusiva a la literatura. Todo ello garantizaba un escándalo mayúsculo en la pacata sociedad de la época. Sin embargo, a los amigos del círculo de Madrid semejantes detalles de las biografías de cada quien les traían al fresco. «Todos sabíamos que Gabriel y Amparitxu no estaban casados, pero esas cosas no nos importaban. La comunicación que establecíamos entre nosotros era lo importante».

Gabriel Celaya era mayor. Había nacido en 1911, mientras que la mayoría de los que se agrupaban en Madrid lo habían hecho en la segunda mitad de los años veinte. Había vivido en la Residencia de Estudiantes y había conocido a los miembros de la generación del 27. Mantenía correspondencia habitual con Rafael Alberti, a quien informaba de la realidad social y política del país y a quien urgió a que regresara en los primeros años de la transición («había que dar la cara»).

Muy pronto, sin embargo, se integró en este grupo más joven, y tan vivo. «Éramos tan vivos como charlatanes», afirma María mientras sonríe. Porque había mucho que contar. Son legendarias las tertulias intelectuales en el Gijón, o en el café Pelayo. Pero estaban además las casas: la de Gabriel y Amparitxu, la de Caballero Bonald, la de Benet. Y la casa de Juan García Hortelano y María, en Gaztambide, donde habla ella ahora rodeada de centenares de libros, junto a Sofía, la hija de los dos. «Nuestra casa era parada y fonda», dice. Y lo fue no sólo de aquella generación de escritores sino de las que vinieron después. «Félix de Azúa o José María Guelbenzu pasaban por aquí en su época de estudiantes cada día al salir de la facultad».

Se podía saber, más o menos, cuándo comenzaba la tertulia, pero no cuándo ni cómo iba a finalizar -siempre, eso sí, bien entrada la madrugada. «Yo ya me había encargado de dar la cena y de bañar a Sofía -dice María- y la había acostado con al menos dos puertas por medio para que no se despertara.» Claro que cuando tuvo unos años más, recuerda la propia Sofía, empezó a colarse entre los mayores para escuchar. Eran, en el buen sentido de la palabra, buenos bebedores. Gabriel y Amparitxu mayormente de vino tinto, Rioja. Las discusiones podían tornarse acaloradas y desembocar en airados plantes. «Hablaban mucho, continuamente tenían todos algo que decir, se quitaban la palabra los unos a los otros.» María se cuenta entre ellos unas veces -«teníamos una identidad casi por parejas», dice, por ejemplo-, y otras los contempla como a una magnífica compañía: «estar con ellos era siempre una aventura».

Gabriel Celaya era de los más temperamentales. «Gracioso, afectuoso y con muy malas pulgas cuando le daba por ello.» Y sobre todo, «el mejor amigo del mundo.» También estaba dotado de un sano sentido del humor. «Con sus retrancas», dice María. Subrayaba sus razonamientos con un característico movimiento de ojos que otorgaba un aire extraordinario a su expresión. María: «era guapo, de ojos azules, casi blancos. Yo le decía: «pareces irlandés o un capitán de la marina mercante holandesa». «Yo es que soy vasco», respondía él.»

Luego, mucho después, o no tanto, vinieron los años de la transición, y en no escasa medida los años del «desencanto», palabra que corrió entre todos enseguida porque describía muy bien un sentimiento común. El reencuentro, con sus comprensiones e incomprensiones, entre quienes regresaban del exilio y quienes habían resistido en el interior, preñados unos y otros de tan diferentes experiencias. Gabriel Celaya padeció no poca ni injustificada decepción.

Pero eso vino después. En aquellas interminables tertulias, Gabriel y Amparitxu, y todos los amigos de Madrid y de otros muchos lugares, se habían ayudado a sobrevivir con dignidad y habían aprendido a desnudar la realidad, en obras literarias excepcionales que ni siquiera la tenaz opresión del olvido con que hoy se nos intenta volver dóciles podrá sepultar.

* Escritor