Gabriel Celaya es el más olvidado de los mejores poetas. Incluso por los nuestros, «mientras en mis ojos azules de mar muerto pasa como en un témpano lentísimo el silencio». Si Miguel Hernández se merecía un año de homenajes, también Gabriel Celaya. Hay insurgencias, alegrías y angustias que sólo se pueden compartir con sus versos pero al poeta que escribía en plural lo han escondido para que no puedan aprenderlo los nuevos camaradas.
¿Por qué no reclamaron los que podían y debían cuando Caballero Bonald lo dejó fuera de la colección de poetas contemporáneos de El País? Si lo buscas en los periódicos, en las librerías, en las escuelas, en los institutos y en las universidades, no lo encuentras. Tampoco en la pedagogía de la izquierda. ¿Dónde está Gabriel Celaya? Lo sabía y lo anunciaba en uno de sus poemas:
Vivió y murió. ¿Quién le recuerda ahora?
Pero esta tarde cuando iba por la calle
me ha parecido oír uno de sus poemas.
Quizá no fuera suyo. O quizá sí lo era.
Pero estoy seguro que a él le hubiera gustado.
Quien lo escribió, no cuenta.
En el barrio madrileño de Prosperidad tuvimos como vecinos a Gabriel Celaya y a Mario Benedetti. Buenos poetas. Buena gente. Combatientes de la ternura y de la solidaridad. Arrinconados. «Escribiría un poema perfecto -decía Gabriel- si no fuera indecente hacerlo en estos tiempos». Celaya padeció el tiempo indecente de la dictadura franquista y la esperanza de la transición en la que se incubaron tantas indecencias. Ahora la indecencia del olvido.
El poeta que escribía en colectivo («un poco de aire libre y de justicia y un momento salvado de la angustia») se consumió en lo que él denominaba «la soledad sonora». Sonaba en los abrazos y resistía en la soledad. Uno de sus poemas para las madres de las víctimas de la represión política en el País Vasco me emociona por su ternura:
Mi chico no era malo
– dice –
Tenía muchas novias,
claro.
Tocaba la guitarra
y algo
le bailaba en los dedos,
malo.
Yo no digo que no fuera
raro
pero explíqueme, señor,
por qué lo fusilaron.
Lo conocí en sus últimos veinte años. Ya lo excluían por haberse atrevido a ser Gabriel Celaya. Los poderosos de la cultura y de la comunicación pero también muchos que parecían de los nuestros.
Se fueron evaporando los amigos que iban cambiando hacia la comodidad. Se fueron cerrando las posibilidades de que lo conocieran los nuevos compañeros. Triste soledad del que escribe para compartir.
En la Prospe tenía un microclima. Es todavía un pequeño barrio donde nos saludamos por la calle, conocemos a los tenderos y vamos a los bares de confianza. Seguimos queriendo a Gabriel y a Amparitxu. Los recordamos con sus flores amarillas. En Casa Emilio, en el Balboa y en la Asociación de Vecinos. Sabemos que es un poeta de hombres libres y le acompañamos porque nos encamina. Pero es muy poco para quien tanto significa. Podríamos celebrar un homenaje perfecto si no fuera indecente hacerlo después de tanto tiempo.
* Periodista