La postmodernidad es la «forma» cultural correspondiente al capitalismo avanzado (o tardío o postmoderno o neoliberal). Cuando el capitalismo decide en los años 70 acabar con uno de sus más preclaros hijos, Keynes, una estructura que hasta ese momento «preside» las relaciones sociales se convierte en el soberano absoluto: el mercado. (Ver Jameson). Se trata de un tipo extremo de capitalismo que para asentar su poder, siempre contradictorio con la democracia, necesita un ajuste severo. Felipe González, a partir del 82, es el encargado de añadir el ajuste neoliberal al ajuste del franquismo que se conoce como Transición. A partir del acceso del PSOE al poder con 202 diputados y del asentamiento del neoliberalismo se dan por consumadas todas las transiciones. «En vil mercado el mundo entero convertido», como nos dejó dicho Espronceda.

En literatura también se produce el ajuste, y no de forma evolutiva, sino más bien tajante. Se procede a una operación de «normalización» a través de una literatura media, digerible y comprable por las capas medias (pobres Hernández, Celaya y Egea). El escritor se convierte en una marca: lo importante no es lo que se diga o tematice, sino quién, qué nombre firma la obra. Y aparece la norma, el canon dominante y sus líderes. A partir de entonces, si no estás en la norma, no estás en el mundo, es decir, no estás en el mercado. Los líderes literarios de la norma, aparte de organizar policías ideológicas, organizan clanes y hordas postmodernas, que gritan por las esquinas a la búsqueda de un premio literario (casi siempre convenido de antemano), una subvención, unas jornadas, o ser convocados al sacerdocio de las bodeguillas del poder, donde leen sus felices producciones llenas de sentimentalidad socialdemócrata y de responsabilidad de estado. En suma, se ha acabado el reino de los grandes proyectos, remotos y olvidables. Se cierra el paréntesis rojo tras el 82 o el 89 (un muro se derrumba), el comunismo no tiene sentido, y hay que regresar a la burguesía culta, ilustrada; son las voces que caracterizan venialmente el capitalismo como un tigre vegetariano.

Y desde este pensamiento débil, acomodaticio y de consumo, los nuevos genios se ofrecen a unos u otros con gestos circunflejos o alquilando su famoseo, reservándose un lugar de encuentro que los iguala a final de cuentas: la SGAE. Una epidemia de pensamiento débil que ahora no nos viene nada bien, cuando hay que discutir lo que corresponde (la fundación de una izquierda alternativa frente al capitalismo), frente a la milonga de siempre (la necesidad, por razones de riesgo, de una oposición de concentración con el PSOE dentro). Hay que tener cuidado porque, como dijo Paco Frutos: «Los modernos se repiten como la cebolla».