Dos noticias han vuelto a rejuvenecer el recuerdo de la «sempiterna» Violeta Parra, el premio otorgado a finales de enero en el festival de Sundance a la película «Violeta se fue a los cielos», basada en la novela del mismo título publicada en 2006 por Ángel Parra, hijo de la artista y, también, la efemérides de aquel 5 de febrero de 1967 cuando, un año después de crear ‘Gracias a la vida’ y a punto de cumplir 50 años, se pegó un tiro en su Chile natal. El fracaso económico de su audaz proyecto de comuna musical en el campo y el fiasco de su tormentoso proyecto sentimental junto a un hombre suizo 16 años menor que ella dieron al traste con su «pícara alegría», según la evocación de Neruda.

Violeta fue mucho más que la clave de bóveda sobre la que arqueó la música popular chilena: antropóloga musical, poeta, pintora, cantautora, bordadora, ceramista y, en definitiva, una tenaz e insólita artista. De igual forma, los adjetivos a la Violeta Parra, mujer, no podrían ser menos copiosos ni intensos: hosca, irónica, vital, telúrica, de fondo trágico y de vida fértil…

Siendo niña, su talento para la canción y la composición comenzó a ser palpable. Muy complicada su infancia, de joven tuvo que aprender a desenvolverse en escenarios de lo más diverso: desde bares a burdeles, desde circos a las calles polvorientas… Al final, gracias a la formación de un dúo musical con su hermana Hilda, llegaría el reconocimiento.

De su primer matrimonio (1938) con el ferroviario Luis Cereceda, tuvo dos hijos: Ángel e Isabel. Ambos se convertirían en importantes músicos y adoptarían el apellido materno al ingresar en el ambiente artístico. Violeta y Luis, que era militante del Partido Comunista, se separaron en 1948. Un par de años antes, ambos participaron ayudando en la campaña presidencial de Gabriel González Videla, candidato a Presidente de la República por la Alianza Democrática, formada por radicales, comunistas y demócratas. Con posterioridad, de su matrimonio con Luis Arce (1949) nacieron dos hijas más, Carmen Luisa y Rosita Clara.

Cuando la élite cultural chilena le hizo un hueco, entre sus amigos se contaba Pablo Neruda. Observó, aprendió y fue ensanchando su capacidad creativa y de exploración hasta manejarse con soltura en otros campos artísticos más allá de la música. Recorrió el continente americano y Europa: la Unión Soviética, Alemania, Italia… y Francia, donde se instaló en París. Allí cantó en el Barrio Latino y dio recitales en el Teatro de las Naciones de la Unesco, actuó en radio y televisión junto a sus hijos, pero también bordó arpilleras e hizo esculturas en alambre. Fue la primera mujer latinoamericana que expuso en el Louvre.

«Yo nunca le pedí cuentas», ha recordado su hijo Ángel, «no hay rencor hacia ella. Mi madre fue una mujer revolucionaria, una mujer con mucho carácter. Alguien único que emprendió, junto con su hermano Nicanor, una cruzada que ha determinado el destino de la poesía y del canto popular chileno». Por alusiones, el tío de Ángel, Nicanor Parra, último premio Cervantes, también aporta su visión de Violeta, «un corderillo disfrazado de lobo».

En su ‘Elegía para cantar’, Pablo Neruda recuerda a Violeta Parra
Cuando naciste fuiste bautizada
como Violeta Parra
el sacerdote levantó las uvas
sobre tu vida y dijo
«Parra eres y en vino triste te convertirás».
En vino alegre, en pícara alegría,
en barro popular, en canto llano,
Santa Violeta, tú te convertiste,
en guitarra con hojas que relucen
al brillo de la luna,
en ciruela salvaje
transformada,
en pueblo verdadero,
en paloma del campo, en alcancía.
(…)
Bueno, Violeta Parra, me despido,
me voy a mis deberes.
¿Y qué hora es? La hora de cantar.
Cantas.
Canto.
Cantemos.