Un niño fue el primer indignado. Montado en los hombros de su padre, veía en una procesión de Semana Santa cómo los soldados romanos golpeaban a Jesucristo. Y gritaba: ¡Defiéndete!¡Defiéndete!
Los indignados saben que el dinero enloquece porque el hambre de oro aumenta comiendo. Y saben también que si la naturaleza fuera un banco, ya la habrían salvado. Lo han aprendido a pesar de los miedos de comunicación.
En la africana Ifé, ciudad sagrada de los yoruba, un anciano moribundo prometió su herencia al hijo que fuera capaz de llenar inmediatamente su habitación con lo que se le ocurriese. El más callado encendió una vela y la llenó de luz.
El brasileño Paulo Freire enseñaba una educación solidaria: alfabetizar a los más jodidos para que puedan leer el mundo y sean capaces de cambiarlo.
Al maestro de Bolivar, Simón Rodríguez, le llamaban el loco porque se empeñaba en enseñar a dudar.
Leer es preguntar. Y el nuevo libro de Eduardo Galeano, Los hijos de los días, nos contesta. Porque es un averiguador que sigue escribiendo la historia a pedacitos, la memoria que desde el antes nos enseña a defendernos para que sea posible otro después.