En el transcurso del tiempo, el reconocimiento de algunas obras literarias permanece en la memoria popular a pesar de los cánones excluyentes fijados por los mandarines de turno, por la labor destructora e interesada del olvido, o por los mecanismos censores e invisibles de cualquier poder. Otras veces, una obra literaria supera toda dificultad para permanecer viva en la memoria y así constituirse en documento histórico y artístico de acontecimientos o de épocas y porque, según el poeta Raúl González Tuñón, hablan de un hecho favorable al proceso de la perfección. Tal es el caso de las novelas El año desnudo de Boris Pilniak y El deshielo de Ilya Ehrenburg, que siguen en pie, si no por estos lares, pero sí en otros más atentos al devenir histórico.

En el año 1993, cuando en España había triunfado la socialdemocracia y se tejía un silencio cómplice sobre el pasado coadyuvado por un discurso de complicidad anticomunista que deslegitimaba la historia de la Unión Soviética y sus logros, la Editorial Debate, en una colección dirigida por Constantino Bértolo, publicó la novela citada antes de Borís Pilniak, publicada en 1922 en la URSS, y prologada por el escritor Rafael Chirbes, que con maestría y solvencia crítica brindaba al lector su visión personal en la que insistía en su significación y la trascendencia de su temática, la Revolución Soviética. Para el autor de La buena letra, la novela de Pilniak es la narración de un gran sufrimiento y de una inmensa purificación que pasa por todo, que arrasa con todo, incluida la forma de escribir y que hurga en heridas olvidadas y nos habla de que nuestra paz, hoy día, también, es el disfrute de una derrota. Y también de una posibilidad que abriría para siempre aquellos días de 1919. Una novela inaugural para el inicio de un tiempo nuevo.

Entre 1922 y 1934 el desarrollo de la producción artística y literaria y la organización de las diferentes agrupaciones de escritores en la URSS sufren una gran transformación en una situación de tensiones, polémicas y contradicciones que exige respuestas comunes ante los nuevos retos políticos y sociales. Para este menester es convocado el Primer Congreso de Escritores celebrado en agosto de 1934 en Moscú, como respuesta a las luchas internas que dificultaban la articulación de un discurso homogéneo que estuviese a la altura de las circunstancias y exigencias del momento revolucionario que demandaba directrices culturales acorde con la política definida por el propio Stalin en la que los escritores, según él, tenían que ser ingenieros del alma. Este congreso tuvo un alcance internacional, pues además del elenco soviético, escritores como Rafael Alberti, Louis Aragon, André Malraux, Paul Nizan, Anne Segher, Ernst Toller, entre otros, fueron protagonistas y, posteriormente, partisanos de sus conclusiones en la teoría y en la práctica y de una estética, el realismo socialista, enunciada y explicada por Zhdanov y Máximo Gorki en sendos discursos inaugurales que exigía al artista la representación verídica e histórica de la realidad en su desarrollo y en la que el romanticismo revolucionario en la creación literaria debería ser una de sus partes constituyentes para contribuir al desarrollo del movimiento revolucionario internacional. Fue en el Primer Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura celebrado en París en Junio de 1935, en el que Ilya Ehrenburg colaboró en su organización y divulgación, además de presentar su ponencia “Cultura burguesa y Cultura revolucionaria”, contribuyendo al enriquecimiento de una cultura de resistencia, así como divulgar y clarificar los fundamentos de la estética socialista. Estas eran algunas de sus palabras: Nuestros hombres son ante todo hombres – y luego agrónomos, aplanadores de tierras o químicos-. La historia no alcanza tal o cual parcela de sus vidas, sino todo su ser. […] La sociedad burguesa ha establecido una jerarquía de los hombres, de los objetos y de las horas […] La novela burguesa es la deformación del hombre, su presentación desde un único punto de vista, su castración en nombre de la sensualidad y su simplificación en nombre de la complejidad…”

En esta época Ehrenburg era ya una personalidad literaria en Europa favorecida por sus largas estancias en París y en Alemania, donde compartía actividad política y labor creativa. El ensayo “Ilya Ehrenburg o la embriaguez de la escritura performativa” de Hèlene Mélat, nos ofrece una guía crítica de sus novelas redactadas desde el punto de vista de su adhesión a la ideología del poder y desde su capacidad peculiar de adaptación, estrategias que le permitieron tomar posturas aparentemente incompatibles, aunque paradójicamente su obra no está marcada por esta elección, como lo confirman algunas de sus novelas, pero que sí le permitió reflejar las evoluciones del régimen en su trama textual. Esta consciente dualidad puede ser útil para valorar Sin aliento, novela escrita en 1935 en pleno efervescencia de la nueva estética y El deshielo publicada un año ante de la muerte de Stalin, en la que se percibe una evolución y la implícita autocrítica de sus pautas anteriores.

Sin aliento es un producto del llamado realismo socialista, explicable por las circunstancias políticas del momento, que hoy día para el lector actual es un ejemplo típico de esta tendencia, escrita desde una perspectiva externa. La carta de Genka, incluida en el relato y dirigida a Vera, ambos personajes de la novela, con sus argumentos exculpatorios y con un deseo de infantil redención (comprensión) manifiesta una actitud de religiosa contrición, cuestionan la verosimilitud interna y externa del relato muy próximo a un reportaje. Paul Nizan -la novela fue escrita en París- le dedicó un artículo crítico cuyos argumentos clarifican las tensiones contradictorias de la novela y las servidumbres que exige el momento, aunque lo importante de Sin aliento es la distancia temática y técnica con El deshielo escrita dieciocho años más tarde en los que el desarrollo de los planes quinquenales de la URSS han producido conquistas en todos los ámbitos de la sociedad, a pesar de los trágicos años de la Segunda Guerra Mundial y donde el esfuerzo, la heroicidad, el desgaste y sus víctimas templaron un pueblo que se sentía orgulloso de su epopeya, imaginario colectivo que inunda las páginas de El deshielo, sin complacencias, sino como ejemplificador acicate crítico.

Ilya Ehrenburg, ante la publicación de El deshielo, explica su función de escritor en su artículo “El trabajo del escritor”, quizás para facilitar la comprensión de la novela, que se articula en varios ejes: Una reflexión artístico-política de la función de la literatura y el arte, la esclerotización y rigidez de determinados dirigentes técnicos (ingenieros) enajenados por su preocupación y responsabilidades, pero ajenos a las preocupaciones y necesidades de los obreros y, por último, la importancia de las emociones individuales y la imposibilidad de explicarlas con argumentos racionales. No es casual que su título, El deshielo, diera nombre sin él pretenderlo al periodo de desestalinización que se produce después del XX Congreso, pero explicable porque el relato se inicia con un debate en el círculo de lectores de la ciudad donde transcurre la acción narrativa y en el que se postula otra estética diferente a las pautas del realismo socialista. Un debate que unido a la controversia entre Volodia, pintor de cámara y cartelista, que se mantiene servil a las exigencias del poder con la coartada de una independencia cercana a la bohemia, y un pintor, Subirov, que no ha aceptado las pautas artísticas oficiales y se mantiene fiel a su personal concepción artística, pone de manifiesto el desacuerdo con una estética que reclama otra distinta para los nuevos tiempos.

Otro nivel narrativo es la relación de los ingenieros de la fábrica que trabajan e investigan en aras de su desarrollo técnico, mientras que un director déspota, pero eficaz, enajenado en su función no tiene conciencia de las condiciones de los bloques de los obreros ni de su vida sentimental de casado, y fracasa por llevar a cabo una política unilateralizada en su personal responsabilidad. Como contrapunto, algunos ingenieros, cuyas vidas, más allá de sus funciones y debates profesionales, de su asumida responsabilidad social y profesional, protagonizan tres historias de amor, “nuevas iniciaciones” en el arte de amar como son las de Korotieyev y Lena, el ingeniero Sokolovki y la doctora Vera, y Savchenko con Sonia, forjadas tras superar malentendidos generados por cuestiones psicológicas y prejuicios ambientales, tránsitos por caminos para conquistar sus autonomías personales y cauterizar sus heridas y pérdidas, y muertes y represiones de la historia reciente: Arte, trabajo y sentimientos juntos en una empresa común: el socialismo.

El deshielo abre un camino de entendimiento entre el realismo socialista y el realismo crítico, mientras el autor, consciente de que una etapa ha llegado a su fin, enuncia otra posibilidad para el arte, la vida y la política: Yo veo muchas cosas, como se suele decir, con ojos nuevos, como si hubiera estado durmiendo durante dieciséis años, una reflexión como una invitación que nace de la luminosidad de una primavera que funde las nieves del invierno.