La respuesta del dictador Omar al-Bashir a las grandes movilizaciones que, desde hace meses, exigen el fin de su régimen ha sido prometer elecciones para 2020: una eternidad, a la vista de las dimensiones de la crisis. Para seguir en el poder (lleva treinta años al mando del país), el general al-Bashir pretende que el parlamento sudanés apruebe una enmienda constitucional que le permita presentarse de nuevo: su engrasada maquinaría política hizo que en las controvertidas elecciones presidenciales de 2010, su partido (Partido del Congreso Nacional, PCN) consiguiese casi el setenta por ciento de los votos. En esas tres décadas de gobierno, al-Bashir ha impuesto la islamización, ha abocado a Sudán al conflicto de Darfur, a la pérdida de casi el setenta por ciento de la producción petrolera por la secesión de Sudán del sur (auspiciada por Estados Unidos que pretende controlar los yacimientos), y ha aplicado las recetas del Fondo Monetario Internacional que han agudizado la crisis y han hecho insoportables las dificultades cotidianas para la población. Tras la aplicación de las reformas exigidas por el FMI, Estados Unidos retiró las sanciones que había impuesto a Sudán hace dos décadas.
Desde mediados de diciembre de 2018, las protestas por precio del pan y otros alimentos básicos, y la subida de precios, han sido constantes, y han ido acompañadas de la represión policial: centenares de personas han sido detenidas, la policía y el ejército han cometido decenas de asesinatos (que algunas fuentes elevan a más de cien), y Al-Bashir hizo detener a varios dirigentes del Partido Comunista Sudanés (que ya fue casi aniquilado por la represión bajo Yaafar al-Numeiri), entre ellos al secretario general, así como al líder del Partido Sudanés del Congreso. A finales de febrero, la dictadura decretó el estado de emergencia durante un año, señal de su empeño para seguir reprimiendo las protestas, y prohibió todas las manifestaciones. Además, cambió el gobierno federal, disolvió los gabinetes regionales, y puso militares en los principales organismos del país. La protesta agrupa ya a la gran mayoría de organizaciones: a principios de marzo de 2019, también el islamista Partido al-Umma, exigió también la dimisión de Omar al-Bashir, y el inicio de un debate nacional junto con la coalición de organizaciones opositoras: el Partido Comunista, el Partido Sudanés del Congreso, el Partido Socialista Baaz, y el Partido nasserista, no exento de dificultades porque, al mismo tiempo, rechazan cualquier diálogo con el gobierno de Omar al-Bashir.
Al-Bashir ha seguido también una demagógica política internacional, criticando a Estados Unidos por las matanzas en Iraq y a Israel por la ocupación de las tierras palestinas, que no por evidentes dejan de ser una muestra de oportunismo político. El escasamente disimulado deseo norteamericano de instalar un régimen cliente en Sudán (Washington no le perdona que amparase a Osama ben Laden), la orden de detención contra al Bashir dictada por la Corte Penal Internacional, CPI, en 2009, con las repercusiones que podría tener para otros dirigentes africanos, llevaron a la Unión Africana, la Liga Árabe y el Movimiento de Países no alineados a rechazar las acusaciones de la CPI. La hipocresía norteamericana fue evidente al respaldar la orden de la Corte, cuando ni siquiera la reconoce y, al mismo tiempo, exige la aceptación internacional para que los militares estadounidenses no se sometan (bajo ninguna circunstancia, ni siquiera si son acusados de crímenes de guerra) a la CPI.
La crisis se enmarca también en las disputas por intereses regionales: la tradicional alianza con Egipto (en 1971, El Cairo y Trípoli ayudaron a Jartum a aplastar las protestas comunistas) ha dado paso a una tensa relación a causa del agua del Nilo (construcción de la presa Grand Ethiopian Renaissance Dam por Etiopía, que ha conseguido el beneplácito de Sudán) y de reclamaciones territoriales, y a ello se une la creciente relación con Turquía (Erdogan visitó Jartum a finales de 2018) y diferencias con Arabia y Emiratos Árabes Unidos a propósito de la guerra en Yemen, que ha llevado a la configuración de dos bloques: Turquía, Irán y Qatar frente a Egipto, Arabia y los EAU. Además de la constante intromisión norteamericana, y del propósito de China de preservar la estabilidad en la región.
La huelga general convocada el 5 de marzo fue seguida en Jartum y en las principales ciudades del país, y aunque la oposición es consciente de que tres meses de manifestaciones han hecho mella en el cansancio de la población está dispuesta a continuar con las protestas hasta la caída del régimen.