Breves escenas de una vida agitada
Jenny MarxEl desvelo ediciones, 2018

“Es hablar de Friedrich Engels y pensar de inmediato en Karl Marx. Lo contrario apenas ocurre”, rezan las primeras líneas de la contraportada de la biografía de Engels que la editorial Bellaterra publicó el año pasado. Una afirmación sin duda acertada. Lo que ni en ocasiones excepcionales ocurre es hablar de Karl Marx y pensar -ni de inmediato ni dos años después- en Jenny Marx. No, no: Jenny Marx no era la hermana de Karl Marx. Jenny Marx era Johanna Bertha Julie von Westphalen, después apellidada Marx; es decir, la mujer del gran revolucionario del siglo XIX. Todo el mundo sabe quién es Marx, y eso está bien, está muy bien, pero Marx no habría sido Marx sin su amigo Engels, ni habría sido Marx sin su incansable compañera Jenny. No voy a discutir la centralidad de las dos figuras masculinas, porque creo que está justificada. Voy a discutir, al contrario, la radical desaparición de la mujer (¡sorpresa!) en la ecuación. Y como esto es una reseña, lo voy a hacer con la ayuda de Breves escenas de una vida agitada, el título de esa suerte de memorias que escribe Jenny Marx con 51 años y que en 2018 tuvo el tino de sacar a la luz El Desvelo Ediciones. ¿Quién fue esta mujer? ¿Qué hizo, además de casarse con quien se casó; además de parir siete hijos; además de ejercer de madre y esposa; además de llevar una casa que era cuartel general de exiliados y fugitivos de la causa socialista? Quiero, en definitiva, iluminar su figura y reivindicar su papel en la revolución, un papel que, si bien en muchas ocasiones se desarrolló entre bambalinas, en otras se acercó a la primera línea.

Jenny pertenecía a una familia muy conocida en el mundo aristocrático de la ciudad de Tréveris: era nada más y nada menos que hija de un barón. Tenía una educación excelente, pero, sobre todo, un interés desmedido por la literatura alemana y por el socialismo francés. Conoce desde la infancia a Karl Marx, del que se enamora a los 21 años y con quien se casa a los 29. Juntos se trasladan a París, de donde serán expulsados al poco tiempo por razones políticas. Vivirán después en Bélgica, de donde también se los expulsará, y posteriormente en Londres, ciudad en la que ambos fallecen. La vida del matrimonio fue, no cabe duda, una “vida agitada”. Y no lo fue solamente por cuestiones ideológicas y políticas, sino también por cuestiones materiales y personales.

Jenny abandona las facilidades de una vida acomodada en Prusia por amor, pero asimismo por una fe ciega en la causa socialista. Jenny es políglota, escribe (sí) artículos en numerosos medios en favor de los trabajadores (claro que bajo pseudónimos varios), se cartea con grandes personalidades del momento, forma parte de la Liga de los Justos y de la Unión de Trabajadores Alemanes, asiste a reuniones y manifestaciones, duerme en la cárcel, establece vínculos importantes, gestiona el dinero que entra en la casa, da charlas y conferencias, trabaja en el Comité de Correspondencia Comunista, lee y comenta los textos de su marido y transcribe su obra (¿También El capital? Sí, también El capital). Seguramente no ingresa ni una moneda por todo ello. Las monedas, si acaso, se las pagan a él, a Karl, porque en Breves escenas Marx no es Marx, es Karl, uno más de la familia junto a hijos e hijas y buenos amigos. Al fin y al cabo, y como se escribe en el prólogo a la edición de las memorias, “Jenny convivía con el hombre, no con la leyenda revolucionaria”, y ahí empieza y acaba su protagonismo en el texto de Jenny.

Porque el texto, recordemos, es de Jenny, y en cuanto que suyo, nos permite, por encima de cualquier otra cosa, acercarnos a la otra cara de esa agitada vida política derivada -es verdad- de convivir “al lado de”, pero también del grado de implicación y de compromiso de la mujer en el proyecto socialista. Esa otra cara a la que me refiero y que creo muestra a la perfección Breves escenas de una vida agitada tiene como centro las alegrías y las penurias de la familia. Por los ojos y la pluma de Jenny desfilan, de una manera o de otra, sus siete hijos, cuatro de ellos muertos a edad temprana y el desgarro que esas pérdidas supone. Junto a la calidez y el bullicio de una vivienda siempre repleta de gente y de risas; junto a los viajes a la costa y la amistad aparecen la pobreza, la desesperación, la reclusión, el esfuerzo, la enfermedad y la muerte (“las numerosas preocupaciones de nuestra vida diaria estaban acabando con mi salud. Acosados por todos lados y perseguidos por acreedores”, escribe en un momento dado la mujer). En el hogar Marx hay periodos en los que no hay dinero ni para pagar los ataúdes de los niños muertos. Las deudas del “carnicero, panadero, lechero, verdulero [y del] vendedor de té” ahogan a una Jenny obligada a frecuentar la casa de empeños con sus escasas posesiones y a desplazarse en el invernal frío de casa en casa para pedir dinero mientras Karl, recluido en su “diminuta habitación”, escribe. La ayuda económica de Engels fue incalculable, pero sin las labores de Jenny quién sabe si había sido suficiente. Si Karl pudo encerrarse a trabajar, fue por supuesto porque ella se ocupaba de todo; a fin de cuentas, era Jenny y no otro quien recibía los improperios del acreedor al otro lado de la puerta. Ella estaba ahí, siempre lo estuvo. Y atender a su presencia -como a la de sus tres hijas, Jenny, Laura y Eleanor, grandes olvidadas también, a pesar de haberse dedicado a la escritura crítica y a, entre otras cosas, la traducción de la obra culmen de su padre- es atender al resto de los integrantes del equipo, unos integrantes sin los cuales Karl quizá no podría ni haber jugado el partido.