Vivimos tiempos turbios, digitalizados y modernos, de gran explotación y dominio de clase, encubiertos la más de las veces, donde el relato se impone al conocimiento y la rabiosa actualidad vence a diario al necesario rastreo de las causas. Son los tiempos de la cloaca digital. Son los tiempos del neofascismo digital. Los tiempos del trumpismo, o como quieran llamarlo; teniendo en cuenta una cosa: Trump no es la causa de la burbuja digital, sino al contrario; o, en el mismo sentido, el trumpismo rebasa a Trump. De ahí su permanencia.
Dentro de la rabiosa actualidad, que no admite causas y que, por tanto, no va a examinar el futuro desde la lógica de las consecuencias, hemos llegado a una costumbre comunicativa en la que la mentira bien dicha equivale a la verdad, en la que la mentira expuesta, sobre todo en la televisión, en horas de máxima audiencia, se convierte en la objetividad y en la verdad de las masas del mundo mundial, entre otras cosas porque se han tomado las medidas para que no haya refutación real. Además de que la imagen no tiene refutación posible: no se le puede dar alternativa desde otra imagen. Así el cormorán impregnado de petróleo permanece incólume en nuestra retina histórica, y seguirá así, aunque retransmitieras durante 20 años la imagen impoluta de cormoranes recién duchados.
Se dan ejemplos a diario de esta dialéctica infecciosa. Uno de los últimos (escribo esto el 10 de enero) se ha producido en torno a la carne procedente o no de ganadería intensiva. Se lanza, por tanto, el bulo de un ataque a los ganaderos desde el prime time, se suman los charlaterios, llenos de tertulianos a sueldo, con camiseta de grupo y empresa, siguen los periodistas equidistantes, o también con camiseta, que escriben siempre la objetividad que les dicta el jefe de redacción, en contacto permanente con las empresas anunciadoras; y ya tenemos el pifostio liado (la RAE acaba de asumir el término “pifostio”: lío, situación confusa y difícil de resolver). Es la forma que tiene el poder mediático para dinamizar las peleas entre los pobres y los explotados.
Es la misma lógica que se utiliza, a veces desde la imprudencia, a la hora de entronizar a los grandes triunfadores mundiales, los denominados ahora “triunfócratas”. No sé como va a terminar el caso de ese tenista serbio que la rompe, pero por la falta de matices, y de una información veraz y, por tanto, compleja, seria, se le ha nombrado, por el relato de la cloaca digital, líder mundial de los antivacunas y, más allá, líder in péctore de la lucha mundial por la libertad.
Y la epidemia propagada desde la cloaca digital ha impactado de lleno en la política democrática, incluyendo, claro está, ese paradigma del neoliberalismo que son las llamadas democracias occidentales. Ya se sabe que todo ha cambiado, por mor de la imagen y el relato, y por mor de la creación de burbujas digitales sucesivas e incansables, y que la política de programas y de militantes ha sido sustituida, queramos que no, por una suerte de mercado electoral que “dura” siempre pero se expresa de forma exultante y arrebatadora durante las campañas electorales siguiendo el esquema de la oferta y la demanda y desde la base teórica no de la hegemonía sino de los espacios políticos y electorales: los nichos de votación.
Una de las claves de este mercado electoral se basa en la creación de burbujas personales y la necesidad de, a través del fetichismo de la personalidad y la imagen, crear en torno a ellas burbujas de consentimiento, de “convencimiento”, en torno a la persona y no al programa ni a la organización en su conjunto. Quizás la base de este funcionamiento es la sustitución del trabajo para crear hegemonía por la ilusión-bengala de que hay ciertos dirigentes que pueden sustituir el convencimiento por la seducción y que, por eso, no necesitan programa sino simplemente el apoyo, aunque sea desmedulado, de un cierto porcentaje de clientes de la burbuja digital global.
Malos tiempos en los que, decía Brecht, hay que esforzarse por demostrar lo evidente, en que lo evidente a veces, al no caber en la burbuja mediática correspondiente, se mete en el relato de lo reaccionario, de lo arcaico, incluso de lo utópico, o como pesadilla de la fiebre de los revolucionarios químicamente puros. De ahí que una serie de dirigentes, ante las grandes luchas que nos esperan, hayan sustituido el sí se puede por una fórmula condicional, sin tilde: si se puede.
Y que conste que lo evidente no es el sentido común dominante (excrecencia semicultural del discurso de la clase dominante); nos referimos a lo evidente material, a esa complejidad que supo despejar Marx y, antes que Marx, Spinoza a la hora de saber diferenciar los ecos