El pasado que arrastramos no tiene por qué condenarnos a un futuro igual, podemos cambiarlo. Si queremos, claro.

Vivimos en un país cainita, aunque supongo que todos los países son cainitas a su manera; el nuestro no es una excepción. La cuestión de las raíces es un tema que siempre ha levantado muchas ampollas, España arrastra demasiados fantasmas y muy pocas veces se atreve a hablar con ellos, también esto explica los problemas a los que nos continuamos enfrentando hoy en día por no querer cerrar heridas abiertas del pasado. Últimamente parece haber resurgido con fuerza el derecho a la familia, a la herencia “cultural” familiar, a los lazos fuertes como reivindicación en un mundo que no sabe exactamente hacia donde ir. A esto algunos lo llaman certezas, a mi me gustaría llamarlo justicia.

La justicia es algo de lo que, al pueblo español, o los pueblos de España, como queráis verlo, se le ha privado históricamente. Estamos acostumbrados a patalear, porque sabemos que nadie nos escuchará y desfogarnos es todo lo que nos queda. Pero el pasado que arrastramos no tiene por qué condenarnos a un futuro igual, podemos cambiarlo. Si queremos, claro.

Aquí es donde os diré que el feminismo me ha reconciliado -parcialmente- con mi país, con nuestras tradiciones y también con las expectativas de futuro. Es evidente que las tradiciones que tenemos no han sido fruto de la libre decisión de las personas ni votadas democráticamente, pero nuestro nacimiento tampoco lo fue y no por ello renegamos de ser quienes somos. Nacer en un país u otro, tener una familia que hable gallego, castellano, catalán o amazig no es de nuestra elección, nos viene dado y poco podemos hacer ante ese hecho inamovible. Si acaso, escoger si continuamos perteneciendo a la estirpe, si nos gustan o no sus costumbres, si nos permiten encajar en la comunidad y poder expresarnos y ser “nosotros mismos”. Lo bueno de las tradiciones en un mundo donde existe cierta democracia y cierta libertad es que podemos escoger con las que nos quedamos, no tenemos por qué sufrir el peso muerto de la historia sobre nuestras cabezas.

Hay cosas que pueden cambiar – ¡y deben! – y otras que debemos preservar para que lo hagan lo mínimo posible.

Mi forma herética de entender a mi país, de pertenecer a sus múltiples costumbres y al mismo tiempo ser mujer y tratar de no morir en el intento, es confrontando la historia, nuestra historia, y a través de entenderla, de entendernos y saber aceptar dónde estamos, negociar con ella. Y con la familia me pasa lo mismo. ¡Por supuesto que quiero tener hijos! ¡Claro que quiero que pisen la tierra que vio nacer a sus abuelos, que sientan el campo castellano como yo lo siento! ¡Quiero que sepan hablar catalán y que mantengan viva las costumbres de la patria catalana! Pero quizá no quiero estar toda la vida pariendo y solo escogeré (dentro del poco apoyo que muestra nuestro Estado) tener un hijo, y quizá le enseñaré de nuestro legado familiar, de nuestra historia, de nuestras tradiciones, aquello que merezca ser contado (tanto lo bueno como lo malo), pero no le haré prisionero de unas tradiciones que deben ser el sustrato del que parta. La historia compartida, nuestra cultura es el camino del viaje, no el final.

No hay nada más revolucionario que saber escoger nuestro propio camino.