Presentación de documento nº 64.

El 9 de abril de 1977, Sábado Santo en el calendario cristiano, tenía lugar la legalización del PCE, a la vez conquistada y condicionada. Momento especialmente subrayado en la memoria y la trayectoria vital de la militancia, la interpretación del contexto que la rodeó y las circunstancias que la acompañaron abren también el debate sobre el papel del Partido en la Transición y la crisis que, en esos años, sacudió a la principal fuerza organizada del antifranquismo.

Para evocar aquel evento, utilizaremos los testimonios de algunos de sus protagonistas, seleccionando breves fragmentos de sus libros de memorias: Marcelino Camacho, Simón Sánchez Montero, José Sandoval, María Luisa Suárez Roldán, Víctor Manuel Bayón García y Marcos Ana. No se trata de testimonios tomados en el momento mismo de los acontecimientos que relatan, sino reelaborados posteriormente para incluirlos en sus autobiografías, con todo lo que eso significa.

Una vez perdida la batalla de la ruptura e incluso la iniciativa en la reforma pactada, la preocupación casi obsesiva de la dirección del PCE en los primeros meses de 1977 va a ser la pugna por su legalización antes de las elecciones parlamentarias. De hecho, se rechazará vehementemente la oferta del gobierno de proceder al reconocimiento legal tras los comicios y presentarse a los mismos sin las siglas del partido y como “independientes”. Más allá de la retórica con la que se envuelve el envite político del momento, se trata de aceptar como inevitable el marco de la reforma, pero intentando que la no-legalización discriminatoria de los comunistas ponga en peligro su espacio electoral en favor de los socialistas y no permita o dificulte la apertura de un proceso constituyente. En esta situación, por la correlación de fuerzas o como consecuencia de la táctica adoptada, el PCE –se ha dicho- pasaba de ser la fuerza hegemónica del antifranquismo a luchar por su mera legalidad en condiciones adversas.

La centralidad de la lucha por la legalización aparece claramente reflejada en todos los testimonios aquí recogidos y otros muchos que podrían añadirse. Según Sánchez Montero (Camino de libertad, 1997), además de tratarse de una de las cuestiones más difíciles y complejas de todo el proceso de cambio postfranquista, de ella dependía en gran parte que la Transición desembocara en una democracia efectiva o se quedase en un simple lavado de cara. Para Sandoval (Una larga caminata, 2006), no había elecciones creíbles sin un PCE legal.

Los comunistas emprendieron esta batalla, entre otras cosas, con su política de “salida a la luz” impulsada desde el pleno de Roma en el verano de 1976. Los movimientos de Carrillo dentro de España y su detención y pronta puesta en libertad a finales de diciembre representaron una primera conquista, como señala, por ejemplo, Marcelino Camacho (Confieso que he luchado, 1990). Víctor Bayón, responsable del partido en León, cuenta en sus memorias (Crónica de una lucha, 2011) cómo los comunistas de esta provincia, igual que sucedía en otras, realizaban ya actividades semi-legales e incluso contaban con una sede oficiosa bajo la pantalla de una asociación cultural.

Un episodio relevante en este proceso fue sin duda el intento torpe y brutal de interrumpir el curso de la reforma con el asesinato de los abogados laboralistas de Atocha el 24 de enero, que todos los testimonios no pueden por menos de recordar de manera especial. El atentado, unido a oscuras actuaciones –con claras sospechas de infiltración policial, que Sánchez Montero evoca- por parte de los GRAPO, generó en la opinión publica una corriente de simpatía en favor de la legalización de los comunistas. La demostración de fuerza y serenidad a la vez que se produjo en el entierro acreditaba el papel relevante que los comunistas podrían desempeñar en la Transición, pero también –piensa Marcos Ana- podía asustar a sus adversarios de cara al futuro.

Los meses que siguen se caracterizan, en la política de Suárez, por la aceptación de una legalización necesaria antes de las elecciones –evitando así incidentes o incluso la deslegitimación de las mismas-, pero exigiendo a la vez al PCE -como caso único con los partidos antifranquistas- garantías y gestos de moderación. El 12 de febrero, el PCE presentaba al Gobierno su solicitud de inscripción legal y este la remitía al Tribunal Supremo. El 27 de febrero tenía lugar la larga entrevista de Suárez con Carrillo, por intermediación del periodista José María Armero, artífice también de contactos indirectos anteriores. Parece que de esta charla salió no sólo el compromiso de aceptación, por parte de los comunistas, de la bandera, la monarquía y la unidad de España, sino también –aunque a veces se elude citarlo- la promesa de un ejercicio de “responsabilidad” en relación con la crisis económica (en línea de los futuros Pactos de la Moncloa) y de moderación política y en el uso de las movilizaciones sociales durante el proceso de cambio. Como caso verdaderamente insólito, Carrillo aseguró ante la dirección del partido la conveniencia de reservarse parte de la información de sus contactos si lo consideraba necesario.

Una mezcla de concesiones del Gobierno y ejercicio de propaganda era la celebración en Madrid, el 2 y 3 de marzo, de la “cumbre eurocomunista”, con presencia de los secretarios generales de los partidos español, italiano y francés. Además de difundir en ella una imagen de moderación, Carrillo llegaba a afirmar ante la prensa su respeto a las bases norteamericanas en nuestro suelo, mientras no se llegara a un acuerdo global en Europa.

Finalmente, tras la devolución por el tribunal Supremo de la decisión al Gobierno, Suárez -que además conocía encuestas fiables sobre voluntad de voto a los comunistas- decidía la legalización del PCE el día 9 de abril, conocido desde entonces como Sábado Santo Rojo. Los testimonios coinciden, de manera inequívoca, en subrayar el entusiasmo de militantes y simpatizantes, la celebración en las calles y en las sedes que funcionaban como tales. Pero algunos, como la abogada María Luisa Suárez Roldán (Recuerdos, nostalgias y realidades, 2011) -que por cierto confunde la fecha con la de la legalización de Comisiones Obreras-, desde una perspectiva muy crítica con las hipotecas que conllevó, contrasta la alegría lógica y el alborozo con el desencanto posterior: “ya habría tiempo después para darse cuenta del engaño”, asegura. Víctor Bayón apunta otro sentimiento común entonces: recordar a los luchadores que habían ido cayendo por el camino. En el mismo sentido, Marcos Ana (Decidme cómo es un árbol, 2007) rememora el llanto de la madre de un camarada fusilado, y luego, desde un bar próximo a la antigua cárcel de Porlier, desliza sus recuerdos hacia los numerosos compañeros a los que había despedido “antes de caer asesinados con las últimas estrellas de la madrugada”; en “aquella histórica noche de primavera” de 1977, en la mente del poeta autodidacta, se daban cita “la alegría del triunfo y la tristeza infinita de todo lo perdido”.

Para la mayoría, con todo, como le sucedía a Víctor Bayón, la legalidad era una victoria, nunca un regalo o una concesión. La actitud hostil de los militares y algunos políticos y periodistas franquistas, que lógicamente se recoge en todos los testimonios, corroboraba para algunos el valor de lo conseguido. Los juicios cambian luego al juzgar las concesiones que Carrillo había comprometido por su cuenta y que, posteriormente, la reunión del Comité Ejecutivo del día 14 y del Comité Central del 15 de abril habrían de corroborar, siempre bajo la presión de un secretario general que plantea por sorpresa la aceptación de bandera, corona y unidad de España bajo la amenaza próxima de la involución golpista. Camacho afirma que no hubo muchas objeciones entre los militantes y que quienes trabajaban en los movimientos sociales sabían que lo importante no eran los símbolos, sino las libertades reales. Sandoval, por el contrario, afirma que las concesiones generaron “una honda perturbación” en las bases, por su contenido y también por la manera en que fueron aprobadas, sin información y debate previos; aunque valora también el peligro cierto de respuesta militar y la compenetración final entre la base y la dirección del partido. Marcos Ana reconoce que los resultados no fueron acordes con la lucha ni justos con el sacrificio de la militancia, pero invoca a la vez la “correlación de fuerzas” y considera que el debate sobre el papel del PCE en la Transición sigue abierto: “la Historia nos seguirá juzgando”. La voz más crítica, entre los testimonios aquí recogidos, es sin duda la de María Luisa, que habla del descontento de los más jóvenes y del “terrible drama de que el PCE comenzara a desdibujarse en el horizonte”: constata, a la vista del desenlace, que “Claudín se había adelantado sólo unos cuantos años”, y que el precio pagado por recuperar la libertad -afirma- parecía excesivo.

>> [PDF 154 KB] Documento Nº 64. La legalización del PCE vista por algunos de sus protagonistas

Sección de Historia de la FIM