Ninguna ley histórica inexorable debía haber conducido a la actual tragedia en Ucrania. Con toda razón se afirma que podría haberse evitado. Un recorrido por los antecedentes históricos, sin embargo, arroja bastantes luces sobre las actuales claves geopolíticas que hacen de Ucrania un territorio bajo los combates, cuya relación con Rusia y con los países occidentales está todavía por definirse.

UCRANIA FUNDADORA

El origen de lo que actualmente llamamos Rusia está, precisamente, en la hoy capital de Ucrania, Kiev. Allí un conjunto de tribus eslavas configuró en el siglo IX lo que se llamó «Rus de Kiev», que trató de homogeneizarse mediante la adopción del cristianismo pero fue arrastrado por la invasión tártaro-móngola del siglo XIII. Mientras los ocupantes se instalaban e implantaban un dominio llamado a durar 250 años, Aleksandr Nevski preservaba los restos del rus primigenio en un área más al Este aceptando el vasallaje ante los mongoles. Su nieto Daniel consolidó la posesión de un pequeño territorio en torno al Moscova, donde una pequeña fortaleza constituía la raíz de lo que hoy es Moscú. Pese a algunas disputas sucesorias, el Gran Ducado de Moscovia fue cada vez más importante conforme expandía sus territorios en paralelo al decaimiento del poder mongol. Iván III («Iván el Grande») anexionó Nóvgorod en 1478 y constituyó una gran unidad política en la región, que proclamó bajo su total dominio como Gran Príncipe de Todas las Rusias. Se considera que en este momento nació Rusia como entidad política, con Moscú como su capital y centro, además, del cristianismo ortodoxo (lo que la convertía en la «Tercera Roma»), al haberse casado Iván con la hija del último emperador bizantino. Su nieto, Iván IV («Iván el Terrible», según le tildaron los románticos), sometió a varios pueblos, consolidó su poder y se proclamó Zar.

La muerte de Iván conllevó treinta años de disputas que terminaron con el ascenso al trono de Miguel Románov en 1613. Los Románov, en el trono hasta 1917, consolidaron y expandieron el ámbito ruso, modernizado además bajo el impulso de Pedro I «El Grande» y de Catalina II «La Grande» en el siglo XVIII. Sucesivas campañas de expansión hicieron de Rusia el gigantesco país que conocemos: hacia Siberia (siglos XVI y XVII), en Crimea (cuyo Kanato se anexionó en el siglo XVIII), en el Cáucaso (a comienzos del siglo XIX, tras varias incursiones previas), etc. Toda esta expansión, al sur, este y oeste, y la política respecto a los estados aledaños y de alianzas del Imperio Ruso respondió a una visión geopolítica específica: Rusia —en concreto, su área nuclear que iba desde el Báltico por el norte hasta el mar Negro en el sur— necesitaba rodearse de un cinturón de seguridad sólido que alejase el peligro de posibles invasiones. Además, con su ampliación hacia el oeste los zares aspiraban a aproximarse a Europa, estableciendo una dialéctica con el viejo continente de aproximación y a la vez recelo que perdura hasta la actualidad.

Esto incluía a Ucrania. El área de lo que hoy es dicho país estuvo sometida a la dominación de diversos pueblos hasta que con el Tratado de Pereiaslav (1654) los cosacos ucranianos quedaban bajo el poder del zar, cuya protección les era indispensable para hacer frente a la dominación polaco-lituana contra la que se habían levantado. Desde este momento, el territorio ucraniano quedaba incorporado al Imperio, experimentando con posterioridad una política de rusificación que fue acentuada conforme se desarrolló el nacionalismo ruso.

UCRANIA NACIÓN

A comienzos del siglo XIX Rusia era un gran imperio consolidado, pero no una nación en un sentido político. Abarcaba pueblos muy diversos cuyo nexo de unión y base de su definición interna no era la conformación de una comunidad política, sino el sometimiento a la soberanía del zar. En Europa Occidental los estados-nación se desarrollaron al calor de las revoluciones liberal-burguesas, que trasladaron la soberanía desde los monarcas hasta las «naciones», que ahora designaban una comunidad política y no sólo un territorio. Rusia, sin embargo y a pesar de hacer esfuerzos modernizadores muy notables durante el siglo XIX, no experimentó una revolución liberal como tal hasta el intento de febrero de 1917. Esto no quiere decir que no se desarrollase un nacionalismo. Diversas corrientes propusieron vías de construcción nacional oscilantes entre la perpetuación de las tradiciones y la occidentalización. La versión del nacionalismo que primó en el Imperio trató de sintetizar el discurso de nación rusa con la preservación del orden tradicional (zarismo y autocracia, religión ortodoxa, imperialismo, etc.), para lo que aplicó la férrea política de rusificación cuyos precedentes se habían establecido tiempo antes. En estas circunstancias no había cabida para el desarrollo de la conciencia nacional en otros territorios, aunque sí surgieron algunos movimientos nacionalistas de débil implantación.

La Revolución Rusa alteró por completo este panorama. Los bolcheviques denunciaban que el Imperio agrupaba a un conglomerado de naciones oprimidas por los rusos. El principal teórico bolchevique sobre la cuestión nacional, Stalin, situaba en 1913 a Ucrania entre las naciones oprimidas y defendía su «autonomía regional». Al año siguiente Lenin iba más lejos: Ucrania tenía el «indudable» derecho a un Estado independiente y los bolcheviques trabajarían por que se reconociera ese derecho. Estos posicionamientos adquirieron cuerpo legal tras la toma del poder en Octubre con la Declaración de los Derechos para los Pueblos de Rusia promulgada por el Consejo de Comisarios del Pueblo, firmada por los dos anteriores como presidente del Consejo y comisario para las Nacionalidades respectivamente, que disponía «el derecho de los pueblos de Rusia a la libre autodeterminación hasta la secesión y formación de un Estado independiente». Esto implicaba, entre otras cosas, una renuncia a la tradicional aspiración a un cinturón de seguridad. Pero la doble realidad de la Primera Guerra Mundial y la Guerra Civil (mejor dicho, «guerras civiles») en Rusia dio pie a un camino diferente al esperado.

Unos meses antes de la Revolución de Octubre en Ucrania un conglomerado de nacionalistas y socialistas no bolcheviques había constituido una Rada Central ucraniana con el ánimo de alcanzar algún tipo de autonomía o de autodeterminación respecto a Rusia. Los bolcheviques no reconocieron esta Rada Central, que identificaban con un nacionalismo burgués incompatible con la revolución proletaria. La Paz de Brest-Litovsk firmada por los soviets con Alemania entregó a ésta buena parte de los territorios occidentales del otrora Imperio Ruso y Ucrania quedó bajo un régimen militar reaccionario títere de Alemania —que suprimió la Rada Central, la cual previamente había pedido a Alemania su apoyo contra los bolcheviques— hasta el final de la Gran Guerra, contra el que hubo también una fuerte resistencia. Se dieron varias luchas, en conjunto, en Ucrania: contra los alemanes, contra los ejércitos blancos, contra el «Ejército Negro» de Majnó… a lo largo de varios años, con rasgos nacionales y de clase. La posterior guerra de los soviéticos con Polonia, que supuso la ocupación polaca de Kiev, también sumió a esta tierra bajo la lucha.

Hacia 1921 la situación estaba más o menos pacificada y los bolcheviques habían ganado la partida, rigiendo en los diferentes gobiernos constituidos en las repúblicas soviéticas formalmente independizadas. Tras una serie de disputas en el Comité Central bolchevique y entre el partido ruso y los comités de las restantes repúblicas sobre cómo articular sus relaciones una vez terminados los conflictos, en diciembre de 1922 se constituyó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas mediante la firma de un tratado por parte de las repúblicas soviéticas de Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Transcaucasia. La primera Constitución, aprobada en 1924, refrendó el derecho de autodeterminación de las naciones integradas en la URSS; aspecto ratificado en los posteriores textos constitucionales de 1936 y 1977. Las distintas cartas magnas, además, fueron perfilando un sistema soviético en el que se garantizaba un grado de representación equivalente para las distintas nacionalidades, convirtiéndose el partido, de facto, en el eje unificador del poder.

Los años veinte fueron años de despegue nacional para Ucrania y otros territorios. Pese a haberse fundado aquella Rada Central, en Ucrania no había habido un verdadero sentimiento nacional. Los impulsores no dejaban de ser una minoría intelectual burguesa sin predicamento ante una población urbana mayoritariamente rusófona (tuvieron más éxito entre el campesinado). Ahora, en contraposición con la anterior rusificación, se empezó a publicar y difundir la literatura ucraniana, los nombres de las calles y los letreros se ucranizaron, se publicaron periódicos en dicha lengua, que se enseñó en las escuelas… Todo ello sin permitir que un nacionalismo como tal proliferase.

Esta concordia nacional podría haber funcionado, pero quedó gravemente distorsionada por varias decisiones políticas que se fueron tomando. La colectivización, el enfrentamiento entre Moscú y el campesinado ucraniano —entre el que, recordemos, el nacionalismo presoviético había calado con mayor intensidad—, la subsiguiente y terrible hambruna, y las deportaciones en los años treinta han dejado una profunda huella en Ucrania que perdura hoy como uno de los mayores factores del sentimiento antirruso, al interpretarse por muchos ucranianos (no por la historiografía) como una acción de Stalin dirigida a acabar con la nación ucraniana. A esto siguió, además, una cierta rusificación que, sin alcanzar las cotas de la época imperial (pues se continuó promocionando la cultura de las distintas naciones soviéticas), situó a la nación rusa como la hermana mayor de los restantes pueblos soviéticos, que debían seguir su ejemplo para alcanzar sus logros históricos. Con el tiempo esta política viró hacia una suerte de «patriotismo soviético» con rasgos claramente nacionalistas.

Entre los cambios impulsados por Stalin estuvo también la recuperación de la tradicional doctrina rusa de búsqueda de un cinturón de seguridad. En sí respondía a la idea del «socialismo en un solo país», que exigía la protección de la URSS como garante de la revolución internacional, y fue espoleada por el peligro nazi y la negativa de las potencias occidentales a suscribir acuerdos de protección con la Unión. La invasión alemana en 1941 ratificó los temores de Stalin, que en las posteriores conversaciones con los aliados puso todo su empeño en construir un entorno seguro para la URSS en Europa del Este; lo que tras 1945 constituyó el bloque socialista. Otra consecuencia de la Segunda Guerra Mundial fue el avivamiento en los territorios ocupados del nacionalismo antirruso, personificado en Ucrania por Stepán Bandera. Bandera, ultranacionalista afín a las ideas fascistas, colaboró con los nazis y estuvo implicado en grandes matanzas. La victoria soviética supuso el radical aplastamiento de estos movimientos ultranacionalistas. La figura de Bandera, no obstante, perdura hoy en el imaginario nacionalista ucraniano como un héroe frente a la voluntad dominadora rusa, obviándose su faceta criminal.

En los años sesenta y setenta se fue introduciendo la idea de que el modo de producción socialista había engendrado una nueva nación, la nación soviética, en la que perduraban varias nacionalidades —con los rasgos culturales de las naciones previas, pero que ya no conformaban una comunidad económica como antaño— como la ucraniana. Las constituciones mantuvieron el derecho a la autodeterminación, pero no se ejerció nunca. El hecho más curioso fue la presencia en las Naciones Unidas de sendas delegaciones de Ucrania y Bielorrusia, además de la soviética, lo que a efectos prácticos suponía otorgar a Moscú tres votos en vez de uno y no implicaba otorgar un verdadero estatus especial a estas repúblicas soviéticas. En su seno el nacionalismo permaneció dormido.

UCRANIA ENTRE DOS AGUAS

La disolución de la URSS, la restauración capitalista y la separación estatal de Rusia y Ucrania dio pie a una nueva realidad. Para Rusia —a pesar de que su presidente, Yeltsin, fue uno de los promotores de la ruptura— supuso un duro golpe. Aunque el país heredó el grueso de la fuerza militar de la Unión, su posición en el mundo no era comparable, como tampoco lo era la realidad interna. Los años de Yeltsin fueron años de implantación radical y descontrolada de un capitalismo sometido a las mafias, que ejercían su poder abiertamente mientras el Estado languidecía y la población se empobrecía. La democracia, el gran bálsamo anunciado, mostró graves carencias y una incapacidad notable de hacer frente a los retos sociales. En la arena internacional Yeltsin actuó con una docilidad inusitada ante el antaño enemigo occidental. La sensación entre la población rusa fue de agravio y de pérdida del orgullo nacional.

Con la llegada de Putin a la Presidencia en el año 2000, tras haber fungido con habilidad como primer ministro, comenzó a producirse un giro en Rusia. El nuevo dirigente reforzó el Estado —y sus poderes, cada vez más cercanos a los de un autócrata, pese a mantenerse las formalidades democráticas—, puso coto a las mafias y los oligarcas (cuyo poder, no obstante, sigue siendo notable), estabilizó la situación económica (aunque los problemas económicos y sociales básicos —la pobreza, la desigualdad…— siguen muy presentes) y supo restaurar el orgullo nacional ruso mediante una revolución conservadora en la que destacaban, a efectos de lo que nos atañe, una nueva percepción del enemigo externo y una vuelta al tradicional imperialismo en pos de un cinturón de seguridad que alejase de Rusia el peligro.

En Ucrania la independencia —con la victoria electoral del excomunista Kravchuk— no emancipó completamente, ni mucho menos, a Ucrania de Moscú ni garantizó al país una democracia liberal homologable a las de Europa Occidental. Los primeros años de andadura independiente los vivió Ucrania bajo una fuerte crisis económica y social, con gobernantes sometidos a las distintas oligarquías con diferentes intereses y vínculos exteriores, y un problema general de situación entre Occidente y Rusia que no se ha resuelto hoy en día. El propósito inicial de Kravchuk fue impulsar un camino propio, pero pronto comprobó que la dependencia económica de Rusia obligaba a entenderse con su vecino oriental. Sin embargo, las presiones nacionalistas y antirrusas le atenazaron desde otro extremo político. Desde entonces, Ucrania —país fundador de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) junto con Rusia y otros países exsoviéticos— ha oscilado entre dos aguas. La orientación prorrusa primó hasta 2004, cuando la llamada «Revolución Naranja» llevó al poder a los prooccidentales Yúschenko y Timoshenko (pronto separados). Desde entonces ha habido varias idas y venidas cuyo punto más crítico estalló en 2013.

Los vaivenes de Ucrania han respondido no sólo a los sentimientos de su población, ni mucho menos. Tienen un amplio componente geopolítico al servicio del cual se han puesto las distintas oligarquías (y sus representantes políticos políticos) del país. Desde la desaparición de la URSS, Rusia se ha ido viendo cercada por el mundo occidental. La ampliación de la UE hacia varias antiguas democracias populares (República Checa, Eslovaquia, Hungría y Polonia en 2004, Rumanía y Bulgaria en 2007) y algunas repúblicas exsoviéticas (Estonia, Letonia y Lituania en 2004) ha reducido mucho el ámbito de influencia ruso. Además —lo que es todavía más preocupante para Moscú— la OTAN no sólo no se disolvió en paralelo al Pacto de Varsovia, sino que se ha expandido hacia el Este en contra de lo pactado con Gorbachov, incorporando del antiguo ámbito socialista a la República Checa, Hungría y Polonia en 1999; y a Bulgaria, los países bálticos, Rumanía y Eslovaquia en 2004, entre otros. Rusia, en consecuencia, se ve cercada en lo que antaño era su cinturón de seguridad y ve suprimida su capacidad de influir en Europa Centrooriental y los Balcanes, ganada la partida por Norteamérica. Putin ha tratado de asegurar lo que queda de su espacio de seguridad a través de maniobras militares en varios puntos de la frontera rusa. En el extremo más occidental parece tener asegurada la fidelidad de Bielorrusia (que hace poco, no obstante, se mostraba dispuesta a mejorar su relación con Occidente), pero Ucrania está siendo un hueso duro de roer.

Los conflictos en torno al gas no ayudan a mejorar la situación. El gas es una de las principales fuentes de divisas de Rusia y uno de los medios más eficaces que tiene el Kremlin para presionar a Europa, pero para exportarlo a Occidente tiene que pasar por Ucrania y Ucrania ha aprovechado la situación durante años para exigir precios menores, que Rusia no siempre ha estado dispuesta a asumir. El control del gas, sobre el que tanto los rusos como los ucranianos tienen mucho que decir, ha provocado tensiones durante años, sobre todo porque se insertan en un conflicto más amplio en el que Rusia y otros estados (como China) quieren hacer frente a la estrategia de Washington de hacerse con el control del grueso de recursos energéticos del mundo (que fue una razón de peso para el impulso de la Revolución Naranja de 2004).

La crisis de 2013-14 fue consecuencia directa de la disputa entre Rusia y Occidente por el control del espacio estratégico de Ucrania. El antaño prorruso Yanúkovich sorprendió al mundo desarrollando una línea continuista respecto a su predecesor Yúschenko y mostrando su voluntad de suscribir un Acuerdo de Asociación con la UE al mismo tiempo que restablecía la asociación del país con Rusia y ponía en marcha la integración en la Unión Aduanera con ésta, en una peligrosa política a dos bandas que implicó múltiples presiones por ambas partes. En noviembre de 2013, finalmente, decidió dar marcha atrás al tratado con la UE y comenzó la crisis. No nos extenderemos mucho en unos hechos en los que las manos occidental y rusa pesaron mucho más que el pueblo ucraniano. Los sectores prooccidentales auspiciaron grandes manifestaciones y Yanukóvich huyó denunciando un golpe de Estado.

A su caída sucedió un periodo de inestabilidad y violencia en el que el poder fue asumido por los sectores prooccidentales, lo que fue rechazado por el Kremlin y por buena parte de la población de las áreas rusófonas. Las nuevas autoridades de Kiev proclamaron su voluntad de democratizar Ucrania, para lo que derogaron las normas represivas que recientemente había promulgado Yanukóvich, pero a su vez desataron una campaña represiva sobre el movimiento comunista (que fue ilegalizado) y sobre los sectores prorrusos bajo los auspicios de la ultraderecha en alza. En Crimea los manifestantes pidieron incorporarse a Rusia y Putin procedió a ocupar el territorio, que posteriormente ha sido incorporado a la Federación Rusa (que ganó así el dominio del mar Negro, ferozmente disputado por la alianza occidental de Rumanía, Bulgaria, Ucrania y Turquía) a través de un referéndum un tanto dudoso no reconocido desde Kiev ni por Occidente. La guerra estalló en el Este tras rebelarse los sectores prorrusos de las áreas de Donetsk y Lugansk, donde se proclamaron sendas «repúblicas populares» con el apoyo moscovita y con el propósito proclamado de combatir a varios grupos armados fascistas que habían empezado a proliferar en Ucrania al calor de la oleada ultranacionalista, anticomunista y antirrusa promovida por los políticos prooccidentales, ahora en el poder. Si existe el propósito de incorporar esos territorios a Rusia todavía está por verse.

Los acuerdos de Minsk de septiembre de 2014 estaban llamados a terminar con el conflicto con el reconocimiento ucraniano de un estatuto especial para Donetsk y Lugansk, pero Rusia y Occidente se han acusado mutuamente de incumplirlos. También han aparecido nuevas disputas en torno al mar de Azov. En el fondo late la misma tensión entre la voluntad occidental de cercar a Rusia y la aspiración rusa a definir un cinturón de seguridad con países aliados o neutrales (al menos, sobre el papel), y el mismo conflicto por el control de recursos tan preciados como el gas o el petróleo, acentuado con el fracaso de las negociaciones trilaterales entre la UE, Ucrania y Rusia por asegurar un tránsito del gas por Ucrania que favorezca a todas las partes. Si le añadimos otras claves geopolíticas en las que no podemos extendernos, como el papel de China o las disputas entre Estados Unidos y Rusia por imponer su influencia en otras áreas (como Oriente Próximo), encontraremos un conglomerado de raíces históricas y presentes que ayudan a entender las motivaciones rusas a la hora de invadir Ucrania. Pero entre todas destaca una en la que insistiremos: el Kremlin se ve rodeado por Estados Unidos y sus aliados, y quiere una Ucrania tapón que no sitúe sus fronteras al lado de las de la OTAN. Para Ucrania la solución no es tan sencilla como alinearse con Rusia o con el mundo occidental. No hay que olvidar las dificultades para ubicar el sentimiento nacional ucraniano (multiforme, aglutinador de un centenar de nacionalidades con varias lenguas, en buena medida generado artificiosamente por varios movimientos nacionalistas que no tuvieron eclosión real hasta los compases finales de la URSS) entre el Este y el Oeste. El futuro de Ucrania dependerá en buena medida de cómo encuentre finalmente su lugar. Ojalá lo halle en paz y libertad.

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Sección de Historia de la FIM