Tras 259 saltos, uno inmortal, de Alicia Kozameh, Barbarie editora vuelve a pisar fuerte con Panaderos, de Nicolás Meneses (Buin, Chile, 1992), un texto que, en lugar de desplazar la explotación laboral y las dinámicas de precarización, subrayando -qué sé yo- la belleza cotidiana de las pequeñas cosas en la familia obrera (esto se llama romantización), nos muestra sin ambages que lo que hay dentro del pan si una lo mira con atención es una mezcla de polvo, de harina y de sangre.
Lo digo con otras palabras, porque esto no es ninguna metáfora: Panaderos es una novela ambientada en la actualidad que apunta a esos primeros engranajes que terminaron por conformar el gran motor del capitalismo en virtud de los cuales el individuo dejó de ser medio de producción (“El pan lo hacen las máquinas, nosotros las asistimos”) y se produce el fetichismo de la mercancía, así que cogemos la barra de pan del supermercado, la pagamos y nos la comemos frente al televisor junto con el filete y las patatas. ¿Quién ha hecho el pan? O sea, ¿quién ha puesto su cuerpo y su tiempo, su vida? […] Silencio. No lo sabemos. En esa barra de pan se han borrado las huellas de la explotación (“las máquinas llenas de moretones y cicatrices, el techo repleto de hematomas, el piso plagado de costras, los mesones con los huesos al aire, el polvo, la harina, la sangre, el polvo, la harina, la sangre”).

Panaderos rasga el papel de regalo y nos señala la dirección concreta: mirad, están aquí, se llaman William, Juanito, Jorge, el Kano… Trabajan justo aquí, detrás del cristal -puedes verlos, si te fijas-, con turnos y contratos varios, la cámara de videovigilancia, el uniforme blanco, las inspecciones de seguridad al finalizar la jornada (mochilas, bolsas y bolsos), la sinusitis, el ruido incansable de las maquinas, las manos (heridas, cicatrices), el calor del horno y el bono de asistencia y producción si y solo si no faltan al trabajo. Tienen nombre y apellido, cuerpo, familia, historia. Y también sangre. Sí, se pinchan y sangran, como tú y como yo. La diferencia es que se pasan seis, ocho o diez horas al día (las que sean) jugándose sus extremidades manipulando, al ritmo frenético que impone la producción, maquinaria peligrosa que, encima, funciona a medias (demasiado caro el mantenimiento, con un parche es suficiente).
Pero que no cunda el pánico: por suerte, las empresas (en el caso de la novela, un supermercado) velan por la salud y la seguridad de sus preciados trabajadores (¡!). Y se lo toman muy en serio, de ahí los Departamentos de Prevención de Riesgos y las infografías sobre uso seguro y advertencias de peligro pegadas con cinta adhesiva al lado de las máquinas (por no hablar de la obligatoriedad del casco en determinados lugares y de la mascarilla con doble filtro en las instalaciones). ¡Salvados! No importa que solo haya un casco ni que te asfixies tras dos horas con la mascarilla. No importa que apenas haya descansos ni que la infografía de hace cuatro años apenas sea legible ya. No importa que la suma ritmo de producción más seguridad dé error (o amputación) como resultado. No importa que, como sostiene el protagonista de Panaderos, “cumpliendo horario cualquier movimiento es autodestructivo”. No importa el dolor, porque necesitas el dinero y faltar a tu puesto siempre resta monedas; no importan la división del trabajo (la cadena de producción) ni la alienación (“a este ritmo de trabajo es imposible conversar, la cabeza entra en trance”). Importas tú, trabajador/a, aunque parezca mentira: eres fundamental, eres la mercancía mano de obra, la mercancía fuerza de trabajo, sin ti no hay nada. Ten cuidado con tus dedos, con tus manos, con tus brazos, por favor. Lee bien las infografías, peléate por el casco y no seas pesado/a con la mascarilla. Los/as tiquismiquis no están bien vistos/as, así que, anda, no te quejes, que tienes trabajo. Pero, eso sí, produce, que para eso cobras. Nada de dormirse en los laureles, porque en el fondo, entérate, eres un cromo en un álbum de Panini llamado “Panaderos y panaderas” o “Temporeros y temporeras” o “Mineros y mineras” o “Aparadores y aparadoras del calzado”, da igual, y lo sabes bien, cuando un cromo se rasga (esto no es una amenaza), como queda feo en el álbum, solo es cuestión de andar dos pasos hasta el quiosco de la esquina y comprar un sobre con otros seis…
Nicolás Meneses radiografía en su novela la vida laboral y familiar de toda una clase social a través de la experiencia de un joven empujado por la necesidad a ingresar en el mundo del trabajo. Y lo hace con un lenguaje claro y directo, por medio de una narración segmentada en capítulos y entrecortada con distinta documentación elaborada por el Comité Paritario de Higiene y Seguridad de la empresa, invitándonos con ello a hacer frente al abismo que separa la teoría de la práctica, a la contradicción, al diálogo imposible entre seguridad e imperativo de producción.