El otro día mi camarada y, sin embargo amigo (y paisano de Granada, conllevando pues esa morriña permanente coloreada de exilio cuando se vive lejos de la Fuente del Avellano), Horacio Lara, me hablaba de las investigaciones del profesor Toudela-Fournet sobre los significados de “exilio”, o soledad basada en el desplazamiento geográfico, e “insilio”, que no incluye el desplazamiento, y se parece de alguna manera al llamado exilio interior, que bien puede ser, a veces, una soledad en el seno de la muchedumbre. Una dicotomía, exilio/insilio, que el profesor analiza desde la antigüedad romana y desde la óptica de un presente posmoderno que todo lo reduce a una representación de ese mercado infinito que nos convierte en clientes, en exciudadanos.
El tema es de gran enjundia, a mi juicio, y se relaciona con la norma o normalidad imperantes, o como dirían Engels y Marx (La ideología alemana), con esa ideología dominante que es siempre la ideología de la clase dominante y marca cotidianamente las distancias con respecto al manicomio o al exilio.
Igual en el terreno de la literatura, esa forma artística de lucha ideológica (de lucha por crear un nuevo inconsciente ideológico o reforzar el dominante). En la posmodernidad, o sea, en el espacio del capitalismo tardío, que tanto ha logrado matizar las cosas (no debemos dudar de su inteligencia), la norma, hasta el momento, tenía una base económica (de mercado: una obra es buena si se vende) o estética, basada en el sentido común dominante, de base realista. El capitalismo de excepción, en este momento de reordenación, ya se ha visto que es capaz de llegar a sustituir los matices por una censura administrativa directa, a través de las prohibiciones, desde Woolf hasta Conejero, y que ya, alabado sea el señor, ha generado la creación urgente de una plataforma de lucha contra la censura en ciernes.
La libertad es hoy la libertad de mercado, y quien no esté en el mercado, quien no venda, no es normal, está fuera, y fuera hace mucho frío y se corre mucho más peligro
Lo que quiere decir que estamos pisando una nueva realidad incipiente que intenta acotar libertades no solo ya desde el punto de vista del mercado, sino también desde el punto de vista de la cultura de la cancelación social, de corte administrativo, con tintes de ética puritana, como igualmente se ha podido ver en el caso del pecho descubierto de Amaral, que en realidad, aunque muchos ilustrados de la izquierda no lo han entendido, luchaba contra la subida al escenario de un policía con todos sus correajes, para abortar en marcha un espectáculo donde la protagonista, imbuida por no se sabe qué brujería, enseñaba, tal como hacemos impunemente los hombres, sus pechos.
El “insilio” no es ya un sitio, un desplazamiento geográfico, una “Siberia” (rusa o referida a la comarca increíble del nordeste de Badajoz), y ni siquiera exige la comprobación empírica de soledad, de no estar con otros/as. El “insilio” es la norma actuante, a través de las miriadas de agentes ideológicos de la normalidad que, como en el caso de Gulliver, te atan con unas lianas finísimas que ni se ven, pero que te impiden seguir existiendo en plenitud, en esa plenitud que antes llamábamos libertad, ocupada ahora por el sintagma “libertad de mercado”. Es decir, la libertad es hoy la libertad de mercado, y quien no esté en el mercado, quien no venda, no es normal, está fuera, y fuera, cono se sabe, hace mucho frío. Y fuera, a partir de ahora, se corre mucho más peligro.
También se le puede llamar a este efecto “Siberia” problemas de salud mental, problemas de adaptación. Es algo más venial, pero volvemos a lo mismo. ¿Con respeto a qué norma se adapta? ¿En función de qué intereses? ¿Persiguiendo qué tipo de estabilidad?
Y vuelve la burra/o al trigo. Quizás por eso una parte no poco importante del pensamiento posmoderno se ha referido a la nostalgia irresistible de la izquierda, a su propensión a regodearse en la derrota, en salirse constantemente de la realidad. Y lo que nos dicen en consecuencia, al menos los más explícitos: lo que se trata de conseguir es esa alegría de la aceptación del sistema, la alegría de integrarse en la normalidad desde esa libertad sin fronteras ni peajes de no tener ningún proyecto (salvo el que marque el sistema).
En resumen: cualquier lucha política que no tenga un proyecto cultural, ideológico, de fondo, se convierte de hecho en una subasta permanente; cualquier cohesión que no se base en una alternativa ideológica, en la construcción de un imaginario, no deja de ser en definitiva el proyecto organizador del sistema que, en esencia, hasta el momento, te organiza desorganizándote. Firmado: el aguafiestas de turno.