“¡Hasta aquí hemos llegado!”, me dije mientras escuchaba a mi interlocutora proferir sandez tras sandez. Habíamos finalizado el trabajo y, tras compartir varios meses juntos, a uno de los compañeros se le ocurrió organizar una comida de despedida en un restaurante árabe que se acababa de inaugurar.

¿En un árabe? ¿Es que no hay comida española en España?, —protestó la susodicha.

¿Tienes algún problema?, —pregunté.

¡Con los moros, sí!, —sentenció.

De más está decir que ese fue el arranque de la discusión. En vano fueron mis explicaciones acerca de la vecindad con los pueblos del norte de África o el importante poso que ha dejado su cultura en la nuestra. Ni siquiera la orgullosa herencia del mestizaje, evidente en los rasgos físicos de la mujer, lograban hacerla entrar en razón. Ni sus rasgados ojos azabache, la piel cetrina o el cabello ensortijado, eran capaces de, al menos, poner en duda sus prejuicios raciales.

¡Son todos unos ladrones!, —repetía una y otra vez sin caer en cuenta que quien la robaba a diario no eran los que venían a nuestro país en busca del futuro que históricamente les hemos secuestrado, sino un ejército de banqueros, soldados de Fondos Buitre, capitanes de empresas multinacionales o aguerridos brokers de la Bolsa de Londres o Nueva York, seguramente todos ellos rubios y blancos.

—¡Son unos ladrones y nos están invadiendo!, —insistió machacona.

Ya me estaba aburriendo y, consciente que este tipo de personas carecen de argumentos más allá del exabrupto, preguntarle por éstos me pareció la mejor opción para terminar con el asunto.

—Y entonces, ¿qué crees que hay que hacer?

—Expulsarles, acabar con ellos, —contestó tajante.

—Muy bien, pero que sepas que cuando acabéis con ellos, tú vas a ser la siguiente.

 Sonrió con chulería antes de preguntar.

—¿Yo, por qué?

Porque eres vieja, fea y gorda y la gente de tu calaña, para soltar toda su mierda, siempre busca el enemigo entre los más débiles.  

Reconozco que perdí los modales, pero no me arrepiento. Es más, a partir de ese día he decidido no recuperarlos. Llevamos demasiado tiempo siendo excesivamente respetuosos. Incluso con quienes no respetan.

Y es que, a lo mejor, es nuestro educado silencio lo que perpetúa la ignorancia y da alas al fascismo.

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