Aunque el concepto de biblioteca como espacio para documentos escritos se puede remontar hasta prácticamente el origen de la misma escritura, la tipología de biblioteca que nos viene a la mente actualmente, la biblioteca pública, es hija de los procesos revolucionarios de los siglos XVIII y XIX. Ese apellido, pública, que aparece indisolublemente ligado a la biblioteca de barrio o de pueblo, sólo puede surgir como consecuencia de una transformación revolucionaria en la concepción social del conocimiento: la necesidad y la exigencia de la socialización de la cultura y las ideas. Por ello, no es extraño que los grandes hitos bibliotecarios en España estén ligados a los procesos revolucionarios liberales del siglo XIX: las desamortizaciones de la década de 1830, que pusieron el patrimonio bibliográfico de nobles y eclesiásticos en manos del Estado; la creación y expansión de las bibliotecas populares tras la Revolución de 1868; y, por supuesto, los proyectos de difusión cultural de la II República a través de las Misiones Pedagógicas, proyecto que destinaba el 60 % de su presupuesto a la creación y dotación de bibliotecas. Para valorar el compromiso de las fuerzas progresistas con los proyectos bibliotecarios, basta recordar que el Consejo Central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico fue creado en febrero de 1937. Cuando las bombas del fascismo caían sobre el pueblo, las fuerzas leales no solo no renunciaron, sino que profundizaron la socialización del conocimiento entre toda la población.

La biblioteca pública es hija de los procesos revolucionarios de los siglos XVIII y XIX y de la necesidad y exigencia de la socialización de la cultura y las ideas

Y si la creación y defensa de la biblioteca pública ha sido una consigna de las fuerzas progresistas, tanto liberales como obreras, su antítesis se encuentra en los ataques de los grupos reaccionarios. Estos ataques, cuyas formas van desde la quema de libros del fascismo clásico a la censura previa de determinados títulos (en especial los de contenido feminista y antipatriarcal) por parte de la alt-right estadounidense, no son sino distintas formas de perseguir un mismo fin: la privatización del conocimiento y la cultura, quedando esta exclusivamente en manos de los privilegiados. Pero no es tan solo la censura de los contenidos de las bibliotecas, que ya hemos visto cómo se intentaba en España de la mano de la ultraderecha en municipios como Burriana, sino que la privatización y mercantilización de los servicios y espacios de la biblioteca pública pende actualmente como la gran amenaza hacia la misma.

El fondo ideológico de esta ofensiva privatizadora es la concepción de la cultura no como un acto colectivo y social, sino como una mercancía de la que apropiarse. El político conservador británico Daniel Hannah planteaba, con gran sinceridad, esta cuestión al cuestionar la gestión pública de las bibliotecas, ya que la civilización “reside en las estanterías de nuestras casas” y no en ningún espacio público. La civilización y la cultura son, para el capitalismo, una propiedad privada, por lo que todo espacio e institución destinada a la socialización de la cultura en su sentido más amplio, y esto es de lo que trata la biblioteca pública, es un obstáculo cuando no una amenaza en su proyecto político.

Como dice Naomi Klein, la de bibliotecaria es una profesión radical: la biblioteca pública no es solo un servicio público, es el servicio público, social y colectivo por excelencia. La biblioteca pública, sostenida por toda la comunidad, aporta información, conocimiento, ocio y socialización completamente al margen de toda lógica de mercado, de toda intención de beneficio monetario en favor de un beneficio social que únicamente es medible en criterios de desarrollo humano colectivo. La biblioteca pública genera este beneficio no solo en cuanto a usuarios consumidores de cultura, sino en cuanto a creadores de cultura, aportando los espacios, medios y herramientas para dicha creación. El carácter libre y gratuito de los servicios bibliotecarios, además del espacio de la biblioteca como lugar de socialización al margen del mercado, rompe la división entre consumidor y creador y permite de esta manera la apropiación del conocimiento y la fantasía por parte de toda la población.

Los intentos de privatización y el canon bibliotecario

Desde 2014, el canon bibliotecario obliga a las bibliotecas al pago por cada obra prestada mermando el presupuesto de servicios, adquisiciones, etc.

Por supuesto, este papel casi subversivo de la biblioteca pública implica serias amenazas en el contexto de neoliberalismo salvaje en el que nos encontramos sumergidos. Según el informe de FESABID realizado en 2019, entre 2010 y 2016 se cerraron 251 puntos de servicios de bibliotecas públicas y el número de documentos adquiridos anualmente por estas se redujo en casi dos millones al año, pese a que el número de usuarios de las bibliotecas experimentó un crecimiento constante durante este periodo.

También es habitual la privatización de espacios como es el caso de la biblioteca municipal de San Fermín (Usera, Madrid) en la que parte del espacio, cuyo diseño surgió de un proceso de participación ciudadana en el barrio, fue cedido por el nuevo gobierno del PP a la fundación privada de Rafa Nadal, destruyendo así el proyecto inicial.

Pero sin duda, el principal ataque a los principios que rigen la biblioteca pública ha sido, desde 2014, el canon bibliotecario que obliga a las bibliotecas al pago por cada obra prestada en concepto de “compensación” a los autores por los libros no vendidos a causa de dicho préstamo. La lógica detrás de esta medida se rompe al comprobar que en aquellos lugares con una red de bibliotecas fuerte, la compra de libros y el gasto en bibliotecas crece, redundando en mayores beneficios para los autores. El canon impacta sobre los, como hemos visto, cada vez más exiguos presupuestos bibliotecarios, perjudicando los servicios y los fondos a los que la ciudadanía tiene acceso.

La privatización de las bibliotecas públicas es un acto de barbarie, ya que niega el derecho inalienable a la información. La biblioteca permite ejercer ese derecho, el de acceso a una información veraz, procesada y crítica, condición imprescindible para el ejercicio de la ciudadanía, la cual se ve cada vez más amenazada por el avance de la desinformación y la extensión de los bulos al servicio del fascismo. 

Por todo ello, es necesario defender la biblioteca pública como espacio comunitario e igualitario, como hogar de la memoria colectiva, es defender un lugar necesario para la transformación y el avance de toda la humanidad.

(*) Javier Campos, bibliotecario; Sonia Lojo, archivera y bibliotecaria.