Durante las últimas décadas, las universidades públicas han experimentado un proceso de retroceso institucional y laboral. La crisis iniciada en 2008, en especial a partir del gobierno del PP, sirvió como coartada para un ataque a las plantillas, los derechos laborales, los presupuestos y la autonomía de las universidades públicas, al tiempo que se afianzaron las políticas favorables a la universidad privada. De este modo, se ha venido debilitando un espacio que históricamente ha sido un motor de pensamiento crítico, democratización y movilidad social, al tiempo que se refuerza un modelo de educación superior definido por la lógica mercantil.
El final de la crisis ha procurado un alivio de la situación, sobre todo al recuperar la contratación de personal joven, pero sin llegar a recuperar el enorme retroceso y la falta de medios causados en los años previos. Además, el grave error de colocar en el Ministerio de Universidades a una figura como Manuel Castells, cuya peculiar visión de la universidad nada tenía que ver con un programa progresista, acabó llevando —con Joan Subirats— a una ley coja como la LOSU, que no ha atendido a las necesidades de la Universidad, ha añadido problemas en muchos casos y cuyas previsiones más interesantes, para colmo, han quedado en papel mojado por la falta de memoria económica y los rígidos límites presupuestarios y de contratación con que Hacienda y las consejerías atenazan a las universidades públicas.
Entre otras cosas, por ser directos: hace falta contratar mucho más personal especializado en gestión (PTGAS) y profesorado ayudante doctor, articular medios para facilitar la incorporación a tiempo completo de parte del profesorado asociado con larga experiencia y dignificar la figura del profesorado sustituto, el nuevo precariado universitario (jóvenes condenadas y condenados a hacer méritos preparando e impartiendo asignaturas por 300, 400 o 500 euros mensuales).
Al tiempo, otros procesos vienen empeorando las condiciones laborales y la aportación social del profesorado (el Personal Docente e Investigador o PDI). Burocracia, sobrecarga laboral, estrés y producción científica exprés se entrelazan para todo ello, atacando especialmente las condiciones del profesorado más joven y precario, o más comprometido con su trabajo.
El incremento de tareas burocráticas y la falta de contratación de personal administrativo, repercute en la sobrecarga laboral, la docencia, la investigación y la atención al alumnado
Desde hace años, el incremento de las tareas burocráticas, a veces absurdas, es constante. La falta de contratación de personal administrativo especializado, además de sobrecargar al PTGAS ocupado de estas tareas, se ha compensado, con la excusa de la digitalización, desplazando hacia el profesorado un sinfín de tareas de gestión. Nos pasamos una parte creciente de nuestro tiempo de trabajo rellenando formularios redundantes, plataformas informáticas inestables, controles de calidad concebidos como checklists, informes kafkianos y una interminable cadena de correos y trámites. Lo que debería llevar a cabo personal especializado, generando empleo de calidad, se traslada a quienes deberían concentrar su tiempo en la docencia y la investigación.
Las consecuencias de esta deriva son dobles. Por un lado, se produce una sobrecarga laboral permanente, que agrava el estrés y dificulta la conciliación. Por otro, se limita y traba el tiempo para preparar la docencia, atender al estudiantado, leer, investigar y elaborar los resultados de las investigaciones.
Este modelo se vincula directamente con la imposición de una lógica cuantitativista y productivista en la evaluación del trabajo académico, que presiona para obtener sexenios, proyectos con resultados instantáneos, méritos y publicaciones en determinadas revistas —origen de prácticas discutibles y notorios fraudes—. Un modelo que presiona hacia la generación continua de resultados medibles, rápidos y publicables, que castiga la reflexión pausada, el ensayo, la monografía, la exploración de hipótesis arriesgadas o la investigación que requiere años de maduración. Como señalan Maggie Berg y Barbara K. Seeber en The Slow Professor, esta cultura de la prisa académica no solo degrada el trabajo intelectual y deteriora el bienestar del profesorado, sino que empobrece gravemente la producción de conocimiento. Otros análisis críticos —desde la literatura sobre el burnout académico hasta los estudios sobre métricas irresponsables— coinciden en que este productivismo está sofocando la creatividad científica y humanística.
Esta presión se vuelve aún más dura para quienes ocupan las categorías laborales más frágiles: contratados pre y postdoctorales, profesorado ayudante doctor (PAD), asociado y sustituto. La exigencia de acumular méritos puntuables —sexenios futuros, publicaciones rápidas, congresos, estancias, cursos— se convierte en una carrera a contrarreloj. La promesa de estabilización funciona como un mecanismo de disciplinamiento: quienes ya viven con salarios muy bajos, y más para su nivel de formación (de 300-500 de sustitutos/as a 1.700 euros netos mensuales iniciales de los PAD), se ven obligados a asumir enormes cargas de trabajo para no quedar fuera del sistema.
A ello se suma la brecha de género. La academia productivista penaliza con dureza a quienes desean formar una familia, pero lo hace de manera mucho más marcada con las mujeres, sobre quienes recaen mayoritariamente los cuidados: hijos, ascendientes o familiares con problemas de salud. En un contexto donde se premia la disponibilidad total, la movilidad permanente y la hiperproductividad, la maternidad se convierte en un obstáculo y los cuidados en una carga invisible apenas reconocida. La universidad habla de igualdad a todas horas, pero reproduce estructuras laborales que castigan duramente a quienes sostienen la vida.
Un profesorado saturado entre la burocracia y la productividad cortoplacista tiene difícil implicarse en movimientos sociales o sindicatos, leer y reflexionar pausadamente
Esta dinámica tiene otra consecuencia política: el deterioro de la función social de la universidad. Se exige transferencia, compromiso con la sociedad, participación en debates públicos, pero un profesorado saturado entre la burocracia y la productividad cortoplacista tiene difícil implicarse en movimientos sociales o sindicatos, leer y reflexionar pausadamente (y más allá de su nicho de especialización), contribuir a la deliberación democrática. La paradoja es evidente: los discursos de las autoridades celebran la misión social de la universidad, mientras se erosionan las condiciones que la hacen posible.
Cambiar esta situación exige medidas urgentes: reforzar las plantillas, revertir la burocratización, repensar los sistemas de evaluación, frenar la deriva privatizadora y combatir la precariedad y las brechas de género y edad que atraviesan el sistema. Solo así la Universidad pública podrá recuperar un papel como espacio de conocimiento emancipador y como actor crítico en la sociedad, al tiempo que respetar unas condiciones laborales decentes para el conjunto de sus trabajadoras y sus trabajadores.







