Tas la Segunda Guerra Mundial, Europa era un territorio desolado, con un balance de millones de muertos, ciudades destruidas, miseria generalizada, fuerte contestación social, Estados colapsados, etc. Poco a poco, los Estados se reconstruyen a uno y otro lado de la línea (marcada en Yalta y Postdam) que separaría los dos Bloques durante la Guerra Fría, bajo la supervisión directa de cada una de las nuevas superpotencias: EEUU y la URSS. En el área occidental, EEUU propició, al principio, una cierta confluencia de los nuevos Estados (que se correspondían en general con sus antiguos territorios históricos), con el fin de mejor coordinar las ayudas del Plan Marshall de reconstrucción y desarrollo, que servía también claramente a los intereses de sus empresas y entidades financieras, dando lugar a la creación de la OCDE (Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico).
En esta situación de debilidad y dependencia, en un momento además en que las antiguas potencias coloniales europeo-occidentales perdían poco a poco sus antiguos imperios en África y Asia, y cuando los mercados nacionales eran asimismo muy limitados para enfrentar una competencia creciente por parte de EEUU, las elites económicas y financieras europeo-occidentales presionan a sus Estados para enfrentar este nuevo escenario de enorme incertidumbre. Unos Estados que se habían convertido (presionados por la situación social y geopolítica) en garantes de un nuevo pacto entre el capital y el trabajo, para gestionar el capitalismo keynesiano posbélico. Europa occidental había dejado de ser el centro del mundo. Y lo había sido durante quinientos años.
En estas circunstancias se inicia formalmente el llamado «proyecto europeo», en 1957, con la firma del Tratado de Roma, cuando seis países de Europa occidental (continental) se dotan de una Unión Aduanera y crean la Comunidad Económica Europea. Era la reacción de las principales potencias de la Europa a este lado del «telón de acero», Francia, Alemania, Italia, más los países del Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo), para iniciar la creación de un mercado supraestatal con el objetivo de potenciar sus grandes empresas, afin de competir en mejores condiciones a escala europea y mundial. La CEE es un verdadero éxito y suscita un elevado crecimiento económico (de fuerte base industrial), una intensa urbanización (motorización) y una paralela desarticulación del mundo rural tradicional. Pronto llaman a sus puertas otros países europeos occidentales. En 1973 ingresan Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca (Noruega dice «No», en referéndum).
De la CEE a Maastricht
Por otro lado, desde los sesenta, las tensiones con EEUU van aumentando paulatinamente. La creciente rivalidad económica, las tensiones con la Francia de De Gaulle (abandono de Francia de la estructura militar de la OTAN), y sobre todo la crisis del sistema monetario diseñado en Bretton Woods (BW), es decir, el fin del patrón dólar-oro en 1971[3], hacen que esa rivalidad se intensifique. Si bien, siempre dentro de un orden, porque la bipolaridad mundial limitaba las tensiones intercapitalistas, aparte de que el «proyecto europeo» era sólo un mercado supraestatal todavía en gestación, sin ninguna trabazón política propia y mucho menos militar. Los Estados europeo-occidentales eran entes («autónomos») incapaces de rivalizar con la superpotencia y dependientes de su protección militar.
Desde finales de los setenta, y especialmente con la presidencia Reagan, EEUU (seguido de la Gran Bretaña de Thatcher) impulsa un nuevo capitalismo cada vez más globalizado, basado en el creciente predominio de sus mercados financieros (en especial, Wall Street), y en una profunda redefinición del papel del Estado y de la relación capital-trabajo: el neoliberalismo. La primera etapa de la llamada revolución conservadora, que iba a empezar a desmontar las conquistas sociales alcanzadas en los «treinta gloriosos» y tras el ciclo de luchas que se dan en torno a 1968.
La CEE en una situación recesiva y de fuerte parálisis tras las crisis energéticas y económica de los setenta y principios de los ochenta, se ve obligada a reaccionar. Sus principales empresas transnacionales reunidas en el lobby de presión ERT (European Round Table of Industrialists), apoyadas también por las elites financieras, reclaman a Bruselas iniciar asimismo el giro neoliberal e impulsar para ello un Mercado Único y, más tarde, una moneda única. Sólo así iban a poder subsistir y prosperar en el nuevo mundo salvaje de la «globalización» productiva y financiera impuesto en el área occidental por EEUU (y Gran Bretaña). La Comisión Europea toma nota y promueve un profundo giro en el «proyecto europeo». Y el Consejo Europeo, a instancias de la Comisión, aprueba en 1985 el Acta Única, que instituía un Mercado Único (MU) para mercancías, servicios, capitales y personas (Schengen) para 1993.
Este es el inicio del giro neoliberal del «proyecto europeo» que se profundiza con el Tratado de Maastricht (1991-93), cuando se aprueba la creación de la Unión Económica y Monetaria (UEM). Esto es, la instauración de una moneda única comunitaria para finales de los noventa. Mientras tanto, la CEE se había seguido ampliando (Grecia, en 1981, España y Portugal, en 1986), y había ido cambiando de nombre pues se ampliaban sustancialmente sus competencias, desbordando el ámbito de lo puramente económico. Con el Acta Única, pasa a llamarse Comunidad Europea, y más tarde, con Maastricht, adopta su denominación actual: Unión Europea. El giro neoliberal del MU y Maastricht, se va a intensificar aún más en los noventa, y especialmente desde el año 2000 con la llamada Estrategia de Lisboa. Todo esto va a permitir relanzar un crecimiento económico que genera unas desigualdades sociales y territoriales en ascenso, activando una verdadera explosión de la lengua de lava urbanizadora, con una creciente dispersión (reestructuración-terciarización) metropolitana, así como el paralelo estallido de la movilidad motorizada, al tiempo que implica el total predominio del agrobusiness sobre el mundo rural. Es decir, un modelo cada día más injusto, energívoro e insostenible.
Ampliación al Este
Mientras tanto, el nuevo «proyecto europeo» se sigue ampliando. En 1995, ingresan por referéndum Suecia, Finlandia y Austria (Noruega sigue diciendo «No»). Es decir, la antigua Europa occidental (prácticamente) es parte ya de la UE. Y en 1993 se decide en Copenhague iniciar una gigantesca ampliación de la UE hacia al Este, para acoger en su seno a países del ya fenecido Pacto de Varsovia, y pequeños Estados insulares (Chipre, Malta). Las razones de esta macroampliación al Este eran claras: incrementar el mercado de la UE (casi 100 millones más consumidores), beneficiarse de una fuerza de trabajo cualificada y muy barata (futuras deslocalizaciones), apropiarse de sus empresas y recursos, y desactivar el peligro que podía suponer su potencial militar, al tiempo que segregaban a estos países de la influencia de Rusia.
Obligada por las circunstancias, la Unión decide acometer la profundización y la ampliación cambiando las reglas de juego previas y abrir la creación de una «Europa» a distintas velocidades. Esto es lo que mal que bien intenta lograr primero el Tratado de Ámsterdam (1997), complementado luego en parte con el de Niza (2000), y finalmente articulado en el proyecto de nueva Constitución Europea (Roma, 2004). La Constitución Europea es un acuerdo de mínimos para construir la «Europa» político y militar que necesita el capital continental en esta etapa.