María nació de madrugada. Pese a ser el tercero, Ermelinda había sufrido mucho. Según le explicaron en aquel hospital -una habitación compartida con una chica joven, primeriza, y un fuerte olor a lejía-, el parto iba a dejar secuelas. Nada grave, insistió el doctor Fernandes, pérdida de calcio, anemia. No se preocupe, se recuperará en unos meses.

Ermelinda, sin embargo, fue perdiendo poco a poco dientes y muelas. Nada importaba. La niña crecía sana, aprendía con facilidad y sonreía.

Es una bendición para tu casa, decían las vecinas. Sus hijos habían salido buenos. Joao era honesto y trabajador, algo despistado pero buen chico. Emilia seguía siendo la niña inquieta que casi se ahoga una mañana de julio en la playa de Esposende -el viento y la corriente la arrastraban, ella gritaba-, aunque desde que se había ido a trabajar a Francia, ya no era la misma. Venía con otros aires.

Pidió café. Siento su odio clavado desde el primer día, pensó Nazario Pinto acodado en la barra del bar de oficiales. No sé qué hago aquí.

Es preciso que olvide el roce de sus guantes, el día que me entregaron el diploma y el sable, los rituales de bienvenida. Siento todavía aquella mano cuyo tacto me horrorizaba, el gesto adusto y la aflautada voz del coronel Souza, el director de los cursos de formación moral. Y el primer destino, joven teniente, a una zona dominada por la guerrilla. Allí, en aquella selva, en un derruido edificio contiguo a las dependencias del mando, estaban los agonizantes vigilados por un ventilador, vendas usadas mil veces en mil heridas abiertas y muros ametrallados por donde corrían lagartos multicolores. Los libros sagrados abiertos sobre el altar, un capellán con pistola, fango hasta las rodillas, insectos nocturnos, serpientes, epidemias. La obligatoria experiencia africana -dieciocho meses al mando de un inaccesible puesto fronterizo cerca de un riachuelo en el norte de Angola defendiendo los intereses de colonos, bancos y la CUF- había resultado desoladora para los jóvenes oficiales como Nazario Pinto. Carecían de experiencia y aterrizaron en el infierno. Fue, para muchos, el primer enfrentamiento directo con la arbitrariedad y el crimen. Los hombres perdían el juicio con la fiebre y las enfermedades.

Adelgazaban. Los prisioneros eran torturados con saña o degollados para no gastar munición. Cada día que pasa, prosiguió mientras contemplaba la taza, me siento más lejos. Acabaré concibiendo un catálogo general, un repertorio de la miseria humana. Encendió un cigarrillo y tosió. Dentro de un rato, a eso de las ocho y media, llamaré a Encarnación. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro.

Un, dos; un, dos; izquierda, derecha. La boca abierta, sus labios dulces, el pecho. Intentó pensar en otra cosa, distraerse con las ocurrencias de sus compañeros. Hacían bromas mientras marchaban. Margarida rondaba por su cabeza. Ella estaba lejos, muy lejos. Con toda una vida por delante. Otra vida. Algún día se acordaría de él. Tenía que hacer algo importante para que ella se arrepintiera de su decisión y volviera. Era un triste consuelo. Joao marchaba con paso firme siguiendo las órdenes de sargento. Sus movimientos eran casi mecánicos, automáticos. Las piernas eran capaces de repetir lo aprendido sin esfuerzo. El cuerpo era reflejo de la memoria del cuerpo. Un, dos; un, dos; izquierda, derecha. Pies acompasados a la voz, el torso recto, fusil al hombro. Había intentado hablar con ella alguna vez pero había resultado imposible. Ella no quería ponerse al teléfono.

En secreto, imaginaba la escena del reencuentro.

Ella volvía a su lado. Una carta que nunca llegaba, una inesperada visita. Mentir para sobrevivir en aquel barracón. Silencio. Ruido de muelles. Silencio. Margarida. Un, dos; un, dos; izquierda, derecha. Joao marcaba el paso.

Encarnación leía el periódico sentada en la terraza cuando sonó el teléfono. Era madrugadora. Llevaba un pantalón negro y una camisa blanca. El pelo recogido, gafas de concha. Vivía en un caserón del centro, cerca de la iglesia de Santa Engracia, enseñaba Historia de Portugal en un colegio religioso y escribía por la tarde un libro sobre el futuro de España.

Hija de un médico liberal, había estudiado en Lisboa y conseguido un puesto, gracias a la mediación de un paciente de su padre y tras superar un interrogatorio por parte del director del colegio, un dominico siniestro, en aquella reaccionaria institución. Para sus colegas era una chica perfecta, virtuosa. Nunca una falta. A espaldas de la mentira social -la falsedad del trabajo-, Encarnación albergaba esperanzas, creía en la soterrada tensión social y en el creciente descontento que se sentía, según repetía su amigo Rui Lopes -viejo profesor de derecho político- en los cuarteles.

Se habían conocido en una clandestina reunión de opositores. Ella asistía por primera vez gracias a la amistad de Rui Lopes con un par de dirigentes comunistas presentes aquella tarde de octubre. Tomaron la palabra tres sindicalistas; un estibador y dos representantes de fábricas de la periferia. Encarnación tomaba notas. Cuando Nazario comenzó a hablar de la urgencia de una subversión pacífica, de la huelga general como instrumento de presión y de la necesidad de aunar esfuerzos, ella levantó la vista y escuchó con atención. Le pareció un hombre sensato. Un moderado, pensó, un reformista. El capitán de artillería Nazario Pinto -conocido como Ribeiro- desgranaba argumentos con pulcritud. El frío entraba por una ventana rota. Riberio sabe lo que quiere y cómo es posible obtenerlo sin sembrar recelo. Seguro que cuenta con importantes apoyos, susurró Rui Lopes al oído de Encarnación. Al terminar la reunión, ya en la puerta, el profesor les presentó. Interesante punto de vista, dijo ella por decir algo. Ya.

Interesante, respondió Pinto. Nazario llevaba un traje gris y una corbata negra.

Tras varios timbrazos el teléfono dejó de sonar. Por la estrecha calle se alejaba un camión cargado de ladrillos dejando una estela de ruido y polvo.