En el fondo de este thriller con sabor a clásico filme de mafiosos se esconde una amarga elegía dedicada a la soledad. En la más triste soledad se encuentra Nikolai, un chófer londinense de origen ruso convertido en la mugre de la uña de Kirill, su amigo, obediente protector y amor imposible e inconfeso. Kirill es el inmaduro, déspota y caprichoso hijo de un dirigente de un poderoso clan criminal, entre cuyas archi-rígidas normas de conducta ocupa un lugar preeminente la homofobia más acendrada, lo que le condena de antemano a negarse a sí mismo la verdad de su propia identidad. La relación que establecen Kirill y Nikolai tiene, por ello, muchas dobleces que tanto Vincent Cassel como Viggo Mortensen diseñan magistralmente con sus gestos de extrema dureza, sus acentos eslavos en el habla del idioma inglés (y de las muchas frases en ruso que convincentemente pronuncian -me pregunto si correctamente-) y sus movimientos, aparatosos, el primero, de un gélido hieratismo el segundo. La impresionante interpretación de ambos, aunque la del resto del reparto no les va mucho a la zaga, desde luego, sobrecoge al espectador y le lleva de la mano por sorprendentes vericuetos emocionales; los que permiten invertir el desprecio inicial que inspiran los personajes por ulteriores sentimientos de empatía hacia ellos.
Nikolai no parece tener otra perspectiva de vida que acompañar a Kirill y soportar el desdén de Semyon, su frío y brutal padre de apariencia encantadora. El hermoso giro que el guión provoca en aquél cuando entra en contacto con Anna (personaje que interpreta Naomi Watts con una sorprendente mezcla de candor y fortaleza) ofrece una explicación racional a su soledad, que no conviene revelar, y sin embargo no empaña la hondura que Mortensen le confiere; este trabajo eleva al actor argentino a una altura que resultaba difícil imaginar en «El Señor de los Anillos» y es probable que le proporcione algún importante reconocimiento.
Una adolescente rusa fallece mientras da a luz a una criatura en la más trágica y patética soledad de un hospital británico; había llegado a Londres en busca del paraíso y encontró el infierno como antesala de la muerte. Anna, una joven comadrona que no parece disfrutar de demasiada vida social la atiende y descubre por azar en el diario de la muchacha secretos que comprometen gravemente su propia seguridad y la de su familia. El diario conduce los pasos de Anna al restaurante que sirve de tapadera a Semyon, pero antes tropieza con Nikolai y provoca entre ellos una tímida relación, esbozada con absoluta delicadeza, que provoca movimientos sísmicos en sus corazones sin conseguir traspasar el insondable misterio que envuelve al ruso. La suya es una de esas sutiles historias de amor que, apenas insinuada, provocan mil veces más emoción en el espectador que las de cualquier culebrón.
Dos historias de amores y soledades que discurren subterráneas bajo un paisaje de extremada violencia, de visión no recomendada para estómagos delicados. En «Promesas del este», como hiciera con «Una historia de violencia», sus dos últimas obras, David Cronenberg ha mutado sus genuinas inclinaciones por las pesadillas de la mente humana en un fascinante decorado de violencia desatada (a la que Marx denominó «la partera de la Historia») en el que se desenvuelven personajes atrapados por un destino que les convierte en irremisibles solitarios.