Derecha mía: Nunca se me ha mezclado tan amargamente la risa y la tristeza como en estos momentos de déficits, democráticos y económicos, que hacen más ridículos nuestros excesos políticos y socioculturales como generación ya obsoleta que sufre, atónita, la premonición grouchomarxista de «salir de la nada para llegar a la más absoluta miseria». Y no es que me parezca que la situación no esté clara (pese a los medios de información): afortunadamente hay gente en las calles y cabezas con plumas (estilográficas) que lo están dejando todo evidente y por escrito, aunque algunos escritos son tan claros que hasta señalan las insuficiencias de la Izquierda para estar a la altura de las circunstancias. Bien entendido que no se habla mal de los sufridos militantes que intentan ser de izquierdas más allá del sentido de pertenencia a una religión de hombres honrados sin dioses, reyes ni tribunos pero con dirigentes. Se habla de la capacidad de ir por delante, no de justificarse como Casandra cuando advertía: Esto ya lo había dicho yo. (Mientras, los aqueos saqueaban Troya).
Lo tuyo, con perdón (y con Rajoy), es mucho peor porque no se te aprecian dudas y sigues a tu bola (de naftalina) con un programa de hechos consumados que lleva a nuestros cenáculos, discusiones de barra de bar o comidas familiares la sensación de que no hay palabras para describir lo que pasa. Los tertulianos de estas enternecedoras asambleas de gente con buena conciencia social llegan con facilidad a una conclusión-exclamación, que es descripción de verdugos y víctimas: ¡Esto es una vergüenza!, claman los pobres (de espíritu y de poder) como si reclamar por medio de palabras tan descontextualizadas no fuera un ejercicio tan inútil como autocomplaciente. Para mí que la mayor «vergüenza» (empleo el palabro para seguir el juego) es la suma de lo que nos han hecho, lo que nos hemos hecho y de cómo nos hemos dejado hacer.
En esto, algunos de los «míos» llegan al fondo del patetismo (que ya se anunciaba cuando nos abrazamos a la Transición como a un salvavidas de la galerna que decían que soplaba desde estribor) de recelar de que nuevas hornadas de gente joven le puedan dar un empujoncito a las conciencias políticas y a la cultura del vivir esclavizados por el mercado y el consumo. Algunos (de los míos pero que casi me parecían de los tuyos aunque también parecen de otro mundo, mutantes a cachos, transitando desde los amplios horizontes a las grandes superficies) se han permitido comentarios despectivos sobre los movilizados de ahora que parecen una vulgar actualización de los que nos endosaban a los jóvenes antifranquistas (perdón, a jóvenes a los que no nos quedó más remedio que ser antifranquistas) de mi época.
Curiosamente, tú estás haciendo mucho en favor de la revolución. Cuando al personal se le niega el futuro y se le fastidia profundamente el presente, el cambio está asegurado, es inevitable. Cambia tu vida económica, cambia tu vida social y cambia tu visión de las cosas y de los conceptos. Si no estuvieras empeñada en acabar con la Educación y la Enseñanza a favor del adiestramiento y la domesticación, es decir, si fueras más ilustrada y menos víctima de tu propia publicidad, te darías cuenta de que no se puede estar pidiendo adquirir habilidades y conocimientos complejos y esperar que se mantenga el conformismo cuando descarnas las formas de dominación. Hasta Colón se llevó bisutería barata para los indígenas de Guanahaní, desconfiando de que fueran a apreciar una ponencia sobre la inevitabilidad de su entrada en la órbita europea del incipiente capitalismo.
Cierto es que la intoxicación que nos habías inoculado es impresionante. Como en el chiste de los jubilatas que comentaban sobre el bromuro que les habían suministrado en su ya lejano servicio militar («¿te quieres creer que me está haciendo efecto ahora?» -le decía uno al otro-), empezamos a darnos cuenta del grado de modorrez alcanzado cuando los espacios públicos se han llenado de pensamientos frescos, imaginativos, radicales, que no sólo reivindican o moralizan sino que practican. Nosotros también lo sabíamos antaño y, además, habíamos leído a Althuser, pero hace demasiado tiempo que nos habíamos tomado tan en serio que no éramos capaces de reirnos de tí y de nosotros mismos. Ahí nos tenías pillados, víctimas de la institucionalización, del formalismo, de la falta de humor.
Ahora surge, desde el fondo de tu abuso pasado de rosca, sin afeites ni vaselinas, una renacida conciencia de un nosotros que no está por la labor de colgarse etiquetas que terminan ocultando tu piel. Es un nosotros con paciencia, con conciencia y con humor. Decía una pancarta en Sol: «Si llega la Policía, sacad las uvas y disimulad». Uno siente que no existe mejor discurso parlamentario.
Tú repartes indulgencias y perdonas los pecados (incluso los que no siéndolo te ha convenido implantar en las conciencias de los tuyos y utilizarlos contra los demás). Nosotros ponemos en solfa tu hipocresía y tu moralina y te demostramos que supimos aprovechar la asistencia a talleres creativos: las pancartas nos salen mejor que nunca ahora que no las encargamos y con lo que dicen las pancartas hay para construir toda una nueva vida. La mejor (para mí) es una lección de coherencia: «No podemos apretarnos el cinturón y bajarnos los pantalones».