Recuerdo una secuencia de la película «Viva Zapata» del director Elia Kazan – tan admirable en su oficio, como despreciable en su comportamiento durante la caza de brujas contra sus colegas cineastas comunistas – en la que Zapata – Marlon Brando -, todavía un simple jornalero, se presenta ante el patrón tras abanderar una pequeña revuelta. Zapata lleva un fusil en la mano y el patrón, amedrentado, le dice que accede a entregarles las tierras que reclaman, pero antes deben deponer las armas. Zapata se niega, aunque ante la insistencia del patrón, decide explicarle la situación con un gesto de apabullante claridad. Zapata le entrega el fusil. Rápido, el patrón lo vuelve contra éste y sus asustados compañeros. «¿Ve usted? – dice Emiliano con aplomo – Ahora seguro que ya no quiere entregarnos las tierras». El patrón sonríe mientras asiente con la cabeza. De repente se da cuenta que el fusil está descargado. Zapata le arrebata de nuevo el arma, la carga y le apunta mientras sentencia: «Pero ahora sí».
Tal vez no haya reproducido fielmente ni los diálogos ni el desarrollo exacto de la escena, pero cuando vi la película, hace bastantes años, lo que a mí se me quedó, es lo que acabo de relatar. Tampoco piense nadie que estoy haciendo apología de la lucha armada. Ni mucho menos, y menos que menos, aquí y ahora. Pero parece que nos hemos olvidado que los derechos no te los conceden, sino que se conquistan y, de la misma manera, no se mantiene lo conquistado si no se lucha por ello.
Todo esto me ha venido al magín a cuenta de la encuesta recientemente publicada en la que los españoles opinan sobre el grado de confianza que le dan a las diversas instituciones. Aparte que parece ser que ese grado de confianza es directamente proporcional al dinero que nos cuesta y a la inutilidad de la institución – léase la monarquía, que ocupa el segundo puesto en el ranking de aceptación -, lo más sorprendente es que son las fuerzas de seguridad del Estado quienes se llevan la palma de oro de nuestro beneplácito.
La policía, lejos del origen etimológico de la palabra, que en la Atenas de Pericles nombraba a los encargados de mantener limpia la ciudad – de ahí pulizía, limpieza en italiano – se ha encargado desde entonces de «limpiar» – entre comillas – el espacio que ocupaba todo aquello que se oponía al sistema imperante, pero en el sentido de eliminar, no de limpieza.
Que a la vez que vemos menoscabados nuestros derechos, conquistados a base de años de lucha y sufrimiento, pensemos que las fuerzas de seguridad de ese mismo estado causante del robo al que nos vemos sometidos, merecen nuestra confianza, es algo que ni siquiera el más surreal de los poemas surrealistas conseguiría explicar.
Son ellas las que hacen efectivos los desahucios; quienes persiguen a quién asalta un supermercado para poder comer; quienes golpean a los obreros de la fábrica cerrada en pro del beneficio empresarial; quienes detienen al que acude a nuestro territorio en busca de un futuro mejor, porque en el suyo nuestras empresas se lo han arrebatado; quienes desalojarán las plazas y las calles cuando, indignados, reclamemos justicia; quienes dispararán primero; quienes, a pesar de tener nuestro mismo origen, se alinearán con quienes nos someten.
Ya nos daremos cuenta para qué valen realmente tanto las fuerzas de seguridad como las fuerzas armadas, cuando ya no nos queden recursos y tengamos que exigir y no suplicar.
Entonces no serán tan amadas como amadas son ahora. Entonces sabremos que para que te escuchen tienes que tener fuerza. No valdrá solo con salir a la calle con banderas y pancartas. Habrá que tener algo más. Algo que les dé realmente miedo, como en la historia de Zapata.
Y espero que no me apliquen la ley antiterrorista, porque no me estoy refiriendo a un fusil, sino a estar en todos los frentes.