El viaje a Italia era un hito obligado de paso durante siglos para todos aquellos que deseaban estar en la primera línea del pensamiento, del arte, de la modernidad. Allí acudían escultores, pintores, arquitectos, para beber en sus fuentes clásicas, para inspirarse y aprender en sus museos, en sus edificios. En su Renacimiento se ilustraban pensadores, proyectistas, filósofos. A sus costas y montañas acudían escritores y poetas, para encontrarse y hallar a sus musas. También lo era para los comunistas de todo el mundo que deseaban escapar del pensamiento oficializado y explorar los caminos para la revolución en occidente, distintos de aquellos que la posibilitaron en Rusia, rutas que inició Gramsci, y que continuaron Togliatti y Berlinguer, de cuyo nacimiento celebrábamos el centenario hace poco en estas páginas. El Partido Comunista de Italia, que supo buscar nuevas vías sin perder las raíces, llegó a tener 1.700.000 afiliados y consiguió ser el más votado del país. Un partido que además fue solidario y generoso con los comunistas españoles que se refugiaron allí en su exilio, como Rafael Alberti.

Un partido revolucionario y realista, que deseaba transformar la realidad, y no pecaba de ilusorio. Que, por ser revolucionario de verdad, huía de la falta de objetividad, y no se escondía en la facilidad dogmática, ni se parapetaba en los dulces engaños o ilusiones. Recuerdo una anécdota que ilustra muy bien el talante de sus dirigentes, la savia de aquel gran partido. Cuando Antonio Gramsci estaba preso, encerrado por los fascistas, llegó a la prisión un compañero de Turín llamado Tossin. Tossin sorprendió a los presos diciendo que el partido esperaba que en Turín la revolución se produjera a finales de año. Le pidieron que se lo contara a Gramsci. Gramsci, informado, se reunió con Tossin y le preguntó cuándo y cómo había sido detenido, cuánto tiempo de condena tenía. Mientras Tossin, relajado, contestaba a esas cuestiones, Gramsci le preguntó de pronto cuántos camaradas activos había en Turín. Tossin lo pensó un momento y respondió: “quizá un centenar”. El rostro de Gramsci se contrajo, y cogiéndole amablemente del brazo le preguntó: ¿y queríais hacer la revolución con tan pocos comunistas? En lugar de ese voluntarismo irreal de Tossin, Gramsci predica que hay que seguir trabajando, arraigándose, ganándose permanentemente a las masas. Gramsci, de quien cabe decir también que, en aquel funesto debate que atravesó al partido ruso entre Trotski, Kamenev, Zinoviev, Radek, Bujarin, Stalin, fue el único dirigente extranjero que se atrevió a enviar una carta al Comité Central del partido soviético reprochándoles el nivel de disputas y rogándoles que cesaran sus luchas, que no tenían en cuenta el daño que hacían a la revolución mundial. Un daño que no se tardó en padecer.

Cuando te retiras, otros ocupan tu lugar

Pues bien, ese partido que había ganado músculo, ligazón con la sociedad italiana, participando en todos los grandes combates que la atravesaron, obreros, estudiantiles, ambientalistas, feministas, que se había mostrado siempre soberano, decidió disolverse tras la caída de la Unión Soviética. Inmolarse, suicidarse. Una decisión que hoy tiene gran responsabilidad en el fracaso y la debacle electoral de la izquierda italiana. Una responsabilidad no sólo con la orfandad del electorado, del pueblo de izquierdas como se decía allí; también con nosotros, con quienes les admiramos, con quienes les creímos. Y eso merece mi ajuste de cuentas.

Nos creímos toda aquella teoría del socialismo en libertad, que el socialismo no es posible sin libertad, que el socialismo real, decíamos, ofrecía un balance globalmente positivo, pero insuficiente para nosotros, por sus carencias en términos de libertades, y que el socialismo que queríamos no era una copia de aquel construido en el Este, sino una creación original nuestra, ganando a la mayoría, y profundizando las libertades en todos los campos: político, económico, social. Predicábamos eso, y los italianos lo hacían mejor que nadie. Nuestra singularidad, nuestra diferencia con el modelo soviético. Lo decíamos en todo debate, negábamos que fuéramos lobos con piel de cordero, alardeábamos de ser como parecíamos, como dijera Gabriel Celaya. Entonces, si eso era así, ¿por qué desaparecer cuando cae el socialismo real? Da a entender que no era sincero lo que postulábamos (Y sin embargo lo era). Porque lo consecuente, como hicimos nosotros, era seguir existiendo, seguir siendo los que éramos. Hay otras razones para explicar el desastre de la izquierda italiana, pero ésta, en el ámbito de la comunicación, es decisiva. Y es simple, cartesiana. La sociedad italiana está haciendo pagar un alto precio a la izquierda por esta razón, por una desconfianza natural. Al desaparecer, la gente puede, y lo hace, pensar que aquello que decían era sólo una máscara, verborrea, falsedades para ganar al elector. No era así para la mayoría de los militantes, pero sí, al parecer, para los últimos dirigentes como Occhetto. Desaparecer cuando lo único, lo único, insisto, que había caído era el modelo soviético, que no era el nuestro, contra el que habíamos escrito, hablado, teorizado, al menos desde 1968 y la intervención en Checoslovaquia.

Al desaparecer, todo el discurso previo, todo el bagaje, se convertía en teatro, en mascarada, o en postureo, como se dice en estos tiempos de la posverdad. Y el coste no es sólo electoral, lo es en todas las escenas de la producción cultural e ideológica, que padecen la crisis generada por el abandono de la fuerza que fue motora en el ideal emancipador de la sociedad italiana. Además, en esta crisis, desguarnecida la resistencia popular de lo que fue siempre su bastión, aparece con fuerza el trumpismo grotesco de Berlusconi, la xenofobia de Salvini, y el neofascismo, que está a punto de hacerse con la presidencia del gobierno. Tomemos nota de lo que pasa si nos debilitamos.

Decía Italo Calvino que toda época intensa de ideales tiene su traslación en el arte, en la literatura. Por eso hay una gran producción artística sobre la Resistencia francesa, sobre los Partisanos, sobre la Revolución rusa, sobre la cubana, sobre la República española, o incluso la movida de nuestra transición, cuando recuperábamos la libertad. Y percibimos en el último tiempo que aquel viaje a Italia, como expresión del deseo de modernidad y progreso, ha desaparecido, y los grandes artistas, escritores, cineastas, poetas, arquitectos, escasean, donde antaño brillaran titanes como Fellini, De Sica, Rossellini, Bertollucci, Pasolini. Ahora sólo se ven obras menores, lejos de ser la referencia que orientaba. Síntomas de la crisis de soñadores, de utopías, de donde nace el mejor arte.

Tengo presente habitualmente una escena de la película Mario, María y Mario de Ettore Scola, militante comunista, en la que narra el proceso de disolución del PCI. En una asamblea en la que se discute sobre ese proceso, en un clima triste, en un local del partido sombrío y oscuro, casi sórdido, un militante dice “lo que pasa es que ya no tenemos ganas de luchar por lo que creemos”. No sé si aquellos dirigentes no creían en lo que decían, o, como dice este militante, los venció el cansancio. Hay que estar prevenidos contra ambos. Sea cual sea la razón, la desilusión profunda es el precio que está pagando la izquierda italiana, y es tal la crisis que durará mucho tiempo, como alertara Gramsci a los dirigentes bolcheviques que sucedieron a Lenin, en su fratricida disputa.

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