Tal vez, la decisión política de conducir a un país a la guerra sea la más difícil y dramática que puede adoptar un Estado por las consecuencias que se derivan del enfrentamiento armado para la población civil, de los recursos nacionales y a las propias fuerzas armadas.

En ese sentido, desde la aparición de los Estados nación (paz de Westfalia 1648), en la medida que la democracia se fue conquistando y conseguido el sufragio universal, la decisión de declarar la guerra pasó de ser una competencia exclusiva de los gobiernos a ser decidida por los parlamentos en representación de las soberanías nacionales.

Así, en España la declaración de guerra y hacer la paz necesita la autorización de las Cortes Generales (artículo 63.3 de la Constitución) y el envío de tropas nacionales a zonas en conflicto, que recaía en exclusividad en el Gobierno. A raíz de nuestra participación en la guerra de Iraq, decidida por Aznar en contra de la mayoría de la ciudadanía, se aprobó en 2005 la Ley de Defensa Nacional, por la que corresponde al Congreso autorizar, con carácter previo, la participación de las Fuerzas Armadas en misiones fuera del territorio nacional (art. 4.2)[1].

Ese carácter exclusivo de los Estados nacionales en la conducción de la guerra y el desarrollo del derecho internacional, a partir de la Carta de las Naciones Unidas, que establece en su artículo 1 la necesidad de tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz limitó y reglamentó el uso de la fuerza por parte de los Estados al establecerse que corresponde al Consejo de Seguridad la responsabilidad primordial de mantener la paz y la seguridad internacionales (art.24).

En ese sentido, y ante la aparición de fuerzas mercenarias en diferentes conflictos armados en los años setenta y ochenta del pasado siglo, las NN. UU. aprobaron en 1989 la Convención internacional contra el reclutamiento, la utilización, la financiación y el entrenamiento de mercenarios[2]. La Convención define al mercenario como la persona que, sin pertenecer a las fuerzas armadas, es reclutado por organizaciones para participar en conflictos armados para obtener un beneficio personal. En su artículo 2 establece que cometerá un delito toda persona que reclute, utilice, financie o entrene mercenarios.

En los últimos 20 años se ha producido un extraordinario desarrollo de las empresas privadas militares y de seguridad. Cada vez con más frecuencia los Estados las subcontratan para que desempeñen servicios militares y de seguridad que antes eran monopolio del Estado.

Han proliferado en los últimos 20 años. Los Estados las utilizan para escapar del control de las administraciones públicas. No informan de sus actividades ni de su financiación.

Esa privatización de la guerra es utilizada por los Estados con experiencia en intervenciones militares en contra de la Carta de las Naciones Unidas, para escapar del control de las administraciones públicas. Además, el derecho de los conflictos armados (derecho internacional humanitario) no aborda la legalidad de las actividades mercenarias ni establece responsabilidades a las personas que actúan como mercenarios[3].

El grupo de trabajo de las NN. UU. sobre la actividad mercenaria expresó en su informe de 2007 su preocupación por el hecho de que solo 30 Estados hubiesen ratificado la Convención Internacional contra el reclutamiento, utilización y financiación de mercenarios[4].

Mucho antes de la actuación del grupo de mercenarios rusos de Wagner Group en la guerra de Ucrania, los EEUU autorizaron empresas militares privadas (EMP) para eludir las restricciones legislativas nacionales, por ejemplo, sobre el número de militares enviados al extranjero, añadiendo “la ventaja” de no estar obligadas a informar sobre el alcance de sus actividades ni de su financiación.

SUMARIO: La empresa norteamericana Constellis Holdings Inc opera en 40 países. Wagner Group, ha actuado en Siria, República Centroafricana, Libia o Mali. La canadiense GardaWorld, en Asia, América Latina, África y Oriente Próximo.

Esa posibilidad de privatizar la guerra ha hecho viable la proliferación de empresas militares privadas. Entre las más importantes, la Constellis Holdings Inc, norteamericana, que opera en 40 países. Entre sus empresas está Academi, heredera de Blackwater, tristemente famosa por las barbaries realizadas en la guerra de Iraq. Algunos de sus miembros fueron condenados por la justicia norteamericana por crímenes de guerra a 30 años, siendo indultados por el presidente Trump.

Wagner Group, además de haber actuado en la guerra de Ucrania, ha actuado en Siria, República Centroafricana, Libia o Mali. La empresa Defion Internacional, con sede en Lima, mantiene oficinas abiertas en Dubai, Filipinas, Sri Lanka e Iraq. Finalmente, la empresa canadiense GardaWorld, entre otras muchas, actúa en gestión de crisis en Asia, América Latina, África y Oriente Próximo.

Según Tim Shorrock, autor de Espías para alquilar, esas compañías están comprometidas en países dependientes de la minería y las industrias extractivas[5]. Dicho de otro modo, cuando al desarrollo del capitalismo y neocolonialismo les estorban los Estados y sus reglamentaciones para hacerse con recursos naturales vitales, las empresas militares privadas les garantizan una actuación conforme a sus intereses.

Volvemos a la Edad Media, a los condottieri, matones a sueldo que arrasaban y saqueaban a las ordenes de los señores feudales.

La barbarie organizada ya está entre nosotros y nosotras.


[1] https://www.boe.es/buscar/act.php?id=BOE-A-2005-18933

[2] https://www.refworld.org.es/pdfid/5d7fc23e9.pdf

[3] https://www.ohchr.org/es/node/3383/international-standards

[4]https://www.ohchr.org/es/press-releases/2009/10/private-security-companies-engaging-new-forms-mercenary-activity-says-un

[5] https://www.plough.com/es/temas/justicia/mercenarios-atravesando-nuestro-porton